El mediador me estrechó la mano ni bien ingresé a su oficina, en el quinto piso de un descolorido y silencioso edificio de la calle Paraná, en la zona de los tribunales porteños. El hombre debía rozar los sesenta años, y un vivoreo en su voz delataba su nerviosismo.

“Qué tal, mucho gusto. Mi nombre es Héctor Abdala, y soy el mediador que tiene a su cargo la conciliación prejudicial. Ella es la apoderada de Telecom”, anunció, y dirigió su mirada y su brazo hacia una joven de pelo lacio que enseguida se levantó de la silla, y me dio la mano.

Nos sentamos en la mesa de reuniones. El hombre, que vestía saco y corbata, y usaba lentes con armazón de plástico de color marrón, nos confesó con una sonrisa que estaba ante su primera conciliación. Luego me solicitó que contase de qué se trataba mi reclamo. Eso hice. Con bastante claridad y precisión. El relato duró dos minutos, y ambos me escucharon con una aparente atención.

Frente a mí se alzaba el vidrio que separaba la sala de reuniones de la oficina del mediador. Desde allí, a través de una ventana cerrada, llegaba la potente luz del sol, que suavizaba la helada mañana de mediados de julio. Desde abajo llegó el pesado motor de un colectivo, y detrás, dos apurados bocinazos de una moto.

Ella, sin rodeos, anunció que Telecom ofrecía la cancelación de la deuda que yo tenía con ellos. “Si bien el procedimiento que realizamos como empresa fue legal, entendemos que no fuimos claros durante la promoción, y en consecuencia optamos por ofrecer una conciliación”, aclaró.

Viajé hasta la conciliación, convencido de que Telecom no iría. Y que ahora me daban la razón. Era demasiada conquista junta. Por eso no oculté mi satisfacción. Tenía una sonrisa dibujada en la cara, y me debían brillar los ojos por la emoción. Pero no dije nada. Agarré un caramelo de miel de una fuente de vidrio que había sobre la mesa, lo abrí, y me lo puse en la boca.

“Estupendo, entonces”, intervino el mediador. “Si a usted acepta la propuesta”, me dijo, “ahora redactamos el acuerdo entre las partes, y damos por finalizada la conciliación”.

“Por supuesto que acepto”, dije.

“Muy bien”, dijo el hombre, y se aprestó para levantarse. Pero se frenó cuando ella volvió a hablar:

“De todos modos, sabé que todas las empresas, al entregarte un producto, o servicio, lo hacen a través de una serie de condiciones que el vendedor debería detallarte. Los contratos de venta están en nuestra web. Fijate. Todas se manejan igual. Y es legal”.

El mediador se dirigió a su oficina. Se sentó en su escritorio, frente al monitor de su computadora. Empezó a redactar el acuerdo, pero a los pocos segundos llamó a la apoderada, que vestía jeans y un pulóver pegado al cuerpo. El hombre no sabía por dónde empezar. Nervioso, le hizo varias preguntas. Ella le dio una mano con todas las dudas, sin siquiera bufar.

Aproveché los veinte minutos que tardó el hombre en redactar el acuerdo, para tomar algunas notas. Detrás de mí había un paragüero, vacío. Y el único detalle que decoraba la pared era un certificado de asistencia a un seminario de mediación, en 1995, a nombre de Abdala. En su oficina había una modesta biblioteca de tres estantes, llena de libros jurídicos editados por la empresa La Ley.

Ella volvió a la sala. Se quedó de pie, atenta a la pantalla de su teléfono. Le entró un llamado al celular. Dijo que estaba terminando, que ya salía para allá. Le tiré de la lengua para saber cómo le caía esto de que el Estado nacional se interpusiese entre los usuarios y consumidores, y las empresas.

Asumió que el sistema no solo era justo, sino que estaba funcionando bien. Contó que trabajaba para un estudio jurídico que Telecom había contratado para hacerse cargo de los reclamos de los usuarios, y que desde allí –por eso estaba algo apurada-, tenía que ir a otra conciliación, allí cerca, y luego a otra, en Caballito, y luego a otra, en otro punto de la ciudad. Veinte en total tenía agendadas para ese día.

“Ningún abogado te toma un caso en el que están en discusión cuatrocientos pesos. Si no entra el Estado, nadie se hace cargo de esos reclamos”, contó.

“Es el Estado, o nadie”, dije yo.

“Y aparte le entra trabajo a hombres como Abdala”, susurró ella, con una sonrisa cómplice, y la mirada puesta en el mediador, que estaba encorvado sobre el teclado.

El hombre volvió a la sala con los papeles en la mano, y luego de decirnos que los leyésemos con atención, nos pidió que los firmemos. Primero yo, el consumidor, y luego ella, el proveedor. Nos dio a cada uno una copia del Acta de Conciliación Prejudicial Obligatoria, con los sellos del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, su par de Economía, y isologotipo –con el pulgar hacia arriba- del Sistema de Consumo Protegido, y volvimos a estrechar nuestras manos.

Ya estábamos saliendo de la oficina cuando frené, volví a mirar al hombre a los ojos, y le dije: “En esa biblioteca faltan los volúmenes gratuitos de Infojus, doctor, eh”.

“Ja. Los conozco bien, y son de gran utilidad, pero mi mujer trabaja en la Ley”, contestó él, antes de cerrar la puerta.

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Historia de un reclamo

En enero de 2015 recibí un llamado en mi casa de parte de Arnet para ofrecerme una conexión inalámbrica de diez megas, a cien pesos por mes. Podía probar el servicio, durante dos meses, sin cargo. Acepté. Me hicieron llegar el dispositivo a mi trabajo, lo conecté en casa, y comencé a usarlo. Durante varios días funcionó mal, pero luego de un par de llamados, se estabilizó. Un mes más tarde, lo deseché, ya que no logró convencerme. Listo, dijo uno de los telemarketer de la empresa. Un mes después, en la factura me llegó un cargo de doscientos pesos por haber rescindido el contrato con Arnet. Enfurecí. Llamé. Me tomaron el reclamo. Decidí que no pagaría. Pero alguien me comentó que esa deuda en algún momento me traería problemas. Decidí acudir al sistema de consumo protegido que había creado el gobierno. Di de alta mi reclamo. Me dieron una fecha, pero no un lugar para la primera conciliación prejudicial. Pasó la fecha, y nada había pasado. Fue una frustración porque estaba confiando en el Estado. Los llamé. Me dijeron que todavía se estaban acomodando, y que volviese a pedir una conciliación para mi reclamo. Y ahora sí: a los pocos días, me dieron una cita en la calle Paraná.

Justicia del Consumidor

Cuando el consumidor tenga una queja por el servicio o el estado de un producto, ahora puede acudir al Sistema de Consumo Protegido. Debe dar de alta el reclamo en el portal del Sistema (http://www.consumoprotegido.gob.ar/), y luego asistir a una conciliación del Servicio de Conciliación Previa en las Relaciones del Consumo (COPREC). La empresa está obligada a ir a la conciliación. Si no, se le aplica una multa. Las conciliaciones están a cargo de los tres mil mediadores de la ciudad de Buenos Aires (inscriptos en el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos), y utilizan sus propios estudios. En caso de no se llegue a un acuerdo, el consumidor tiene dos opciones. Pedir una solución rápida ante la Secretaría de Comercio, que tiene facultades para indemnizar al damnificado por un monto de hasta 15 salarios mínimos (55.000 pesos), o recurrir al nuevo Fuero de la Justicia Nacional en las Relaciones del Consumo, para exigir una reparación integral de hasta 60 salarios mínimos (220.000 pesos).