Hace un par de días en 678 se mostraba cómo los supermercados interceptan clientes que intentan cuidar sus bolsillos tomando fotos que comprobarían el incumplimiento del acuerdo por los Precios Cuidados. Recordé entonces algo que me molestó cuando se hicieron abundantes estos mega-comercios en nuestro país: la vigilancia y el control en sus establecimientos. En la entrada del súper uno tiene a los guardias de seguridad que lo vigilan. Después tiene la seguridad interna que nos pide que dejemos bolsos o paquetes encerrados en pequeños casilleros. (Si mal no recuerdo algunos exigían dejar un peso como garantía por ejercer esa obligación). Ya adentro uno es espiado sutilmente por camufladas “señoras” que patrullan por si alguien se guarda en su bolsillo algo de las góndolas. Por si esto no alcanza hay algunas decenas  de cámaras que graban todos nuestros movimientos desde que entramos hasta que nos vamos. Antes de pagar, la cajera nos requerirá nuestro documento de identidad para poder dejar nuestro dinero cuando no es cash. Y ahí sí, hacia la calle, pero después de pasar la prueba del detector electrónico que ya ni notamos.
Los supermercados, que en los 90 el derrotismo cool y Marc Augé habían decretado como no-lugares, son el sí-este-es-mi-lugar donde se vive el drama de la existencia capitalista con máxima intensidad. Todo lo que creemos necesitar para nuestras vidas está ahí, y ahí entramos entregados, cediendo nuestros derechos a no ser vigilados, perseguidos o filmados por un particular a quien desconocemos y con quien sólo nos une una simple transacción. Regalando de manera muy relajada y civilizada nuestra soberanía personal. En el supermercado se suspenden algunas libertades que uno estaría muy dispuesto a defender si hoy no fuera parte del sentido común que la mirada vigiladora siempre se aplica por nuestro bien y el de nuestro prójimo consumidor.
Pero además estas cadenas –varias transnacionales- que con tanta naturalidad nos tratan como si estuviésemos en una penitenciaría repleta de las cosas que hacen feliz nuestra vida de consumidores, no tienen ningún prurito en caer con sus guardias sobre cualquiera que quiera ejercer un mínimo control sobre ellos. Son cuarteles de un ejército que libra la guerra por la renta, y el cliente –en realidad esa persona que era un cliente cuando entraba al almacén de su barrio- aquí es una presa, un rehén, o quizá el enemigo. Y esto por no olvidar las anécdotas que todos conocemos de quien intentando irse sin pagar una crema anti-age (o sospechado de tal delito), es “demorado” en un adecuado “cuartito” por los guardias privados que con procedimientos rudos y policiales llegan a exigir al sospechoso/a que se quite la ropa para una mejor pesquisa.
El carácter beligerante e insurreccional de estos grandes y entrañables comercios queda claro cuando después de firmar un compromiso con un gobierno, inmediatamente lo violan en una actitud de insolencia apenas disimulada.
Y es que los gobiernos de los Kirchner vienen peleando siempre la misma batalla: la que libra un Estado Nacional con todo su legítimo cuerpo de leyes, instituciones y controles, contra un aparato corporativo que a pesar de los años que tiene esta vieja novedad (que sea el Estado el que regula las relaciones entre las personas) se rebelan e intentan una y otra vez quitarse el lazo normativo como potros salvajes.
No otra cosa fueron los escándalos por las oprobiosas retenciones, el manotazo a las AFJP, la Ley de Medios K, la confiscación de YPF, el cepo al dólar, etcétera… y por supuesto los intentos por evitar que los caballitos mal domados se quedaran con una ganancia desmesurada e injusta poniendo los precios que quisieran. Así Guillermo Moreno fue el demonio que fue. En cada una de esas oportunidades los agredidos por la legalidad hicieron causa común con sus parientes corporativos y no dudaron en hacer lo necesario para intentar que el gobierno que aplicaba normativas y controles (como es su obligación) huyera en un ansiado helicóptero que en sus sueños de hegemonía y cartelización de todas las cosas simboliza la Libertad, con ele grande y de liberalismo.
A mí, disculpe el lector, pero me tienen recontrapodrido. Si según un informe del Credit Suisse Group (que no es soviético como Kicillof) consigna que el 1% de la población terráquea más rica tiene el 46% de los activos mundiales, y donde los 300 billonarios –con be de burro- más gordos aumentaron sus fortunas en 524mil millones de dólares durante 2013 que fue un mal año para la economía mundial, entonces hay que calentarse. Y si quiere calentarse más lea esta nota donde se lo cuenta mejor Bernardo Kliksberg. http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-237229-2014-01-08.html
Entonces no es como nos quieren hacer creer los desesperados del viejo orden, la campaña de los Precios Cuidados no es una pavada. Acá no hay “relato K”, ni delirios setentistas, ni medidas para entretener a la gilada. Son toneladas de guita que estos carteles nos  quitan a los trabajadores con el simple expediente de poner un número en un cartón y esperar a que el vigilado meta algo en su changuito.
El gobierno está visto que no puede con todo ni con todos. Las fuerzas son desiguales y desgraciadamente la historia argentina está del lado de esos indómitos voraces. Es por eso que somos nosotros, los verdaderamente afectados por el aparato económico en rebeldía, los que debemos dar esta batalla por pagar precios justos. Y no es para amargarse. Es lo mejor que podía pasarnos: tener un gobierno que lucha frente a una fuerza prepotente, ademocrática, por definición egoísta, y que es mucho más poderosa que él. Esa es la garantía de que la razón –y lo razonable también- está de nuestro lado. El lado de los que somos vigilados como delincuentes cuando entramos a comprar un producto que en realidad no tiene un precio, sino una extorsión escrita con números. Precios que más parecen la reparación de una guerra que perdimos sin que nadie nos avisara. Es que la violencia a veces tiene formas que no vemos o que nos acostumbraron a tolerar. Y los grandes supermercados son expertos en este arte de vigilar y facturar.


*Adenda.
Probablemente difícil de practicar, y posiblemente complejo de implementar, podríamos exigirles a los supermercados que nos brindaran una importante información para los que dejamos dinero para llevarnos mercadería: cuál es el precio más barato para cada producto. En magnitudes estandarizadas (el kilo es bueno para eso) nos podrían informar por ejemplo cuál es el arroz más barato. Colocando las letras de nuestro alfabeto empezando por la A para el más económico de todos, B al que le sigue, y así continúa. ¿Por qué tenemos que investigar lo que ellos ya saben?
De manera que si uno toma una caja de arroz y encuentra una R sabrá que está pagando muy caro por algo que allí mismo puede encontrar por menos. (Y sabrá también que existen muchos arroces para degustar.) Después cada quien verá la cuestión de las calidades, marcas, gustos, aditivos, emociones, caprichos, snobismos varios, y los miles de etcéteras que el capitalismo nos brinda para llenar nuestras casas y alacenas con sus maravillas. La idea puede parecer rústica y quizá lo sea, pero quien quiera cuidar su bolsillo (y al margen de este programa de los Precios Cuidados) siempre podrá ir en busca de las A por las interminables góndolas de estas severas catedrales donde podemos volvernos pobres en un ir y venir del joven repositor.