Acaba de salir un libro de Mariana Heredia.

Ya su tapa es interesante por dos motivos, el primero de ellos es su título “Cuando los economistas alcanzaron el poder” tema especialmente significativo en la Argentina. El otro atractivo es el diseño de su cubierta, un acierto de su autora Eugenia Lardiés. En ella se reproduce, interviniéndolo, el  conocido cuadro de Rembrandt “La lección de anatomía”. En la tapa del libro el cadáver cuyo brazo está abriendo el cirujano es reemplazado por la bandera argentina como representación del país. La cara del Dr. Nicolaes Tulp cirujano a cuyo cargo está la lección, es la de Domingo Cavallo y los otros integrantes del conjunto de  cirujanos que rodean al cadáver son López Murphy, Alsogaray, Sourrouille, Lavagna, Machinea y casi al fondo un sonriente Martinez de Hoz. También el subtítulo del libro (o cómo se gestó la confianza en los expertos) es sugerente.

Su lectura me disparó una serie de reflexiones. La autora señala a la inflación como causa determinante del poder cedido a los economistas. Sin embargo creo que hay razones más profunda para  que los políticos dejaran a los expertos en economía el manejo no solo de las herramientas para alcanzar de la mejor manera las metas que le fijaba el poder político, (representante de los intereses de la sociedad) sino también la determinación de los objetivos a alcanzar condicionando todo el comportamiento social a los dictámenes de los economistas.

En largos períodos de nuestra historia reciente los ministros de economía ocuparon el rol central en la escena política dejando en un segundo plano la figura del presidente y en muchos casos el fracaso de la gestión del ministro precipitó la caída del gobierno.

Pero no fueron los economistas en general los que detentaron tanto poder, sino ciertos economistas cuyo denominador común fue el formar parte de lo que se denomina la ortodoxia, es decir los que comulgaban con las ideas de desregularización de los mercados, el achicamiento del Estado, la creencia de que la inflación es el peor de los males y que sus causas únicas son la emisión monetaria  y la presión de los gremios por mejorar los salarios.

Ya en el gobierno de Onganía su ministro de economía Krieger Vasena adquirió relevancia y aplicó una política de tono liberal, pero fue con la última dictadura cuando Martínez de Hoz se convirtió en el ministro que llevaba la voz cantante del gobierno aplicando una política francamente neo liberal: desregularización del mercado financiero, ingreso masivo de importaciones, apreciación del peso y consecuente desmantelamiento de la industria nacional, fuerte incremento de la deuda externa y distribución regresiva de los ingresos. Además de esto intentó frenar el proceso inflacionario para lo que recurrió a lo que se llamó “la tablita”, que fijaba el valor del dólar en el transcurso del tiempo con una cadencia decreciente de devaluación. Este intento fue fallido y el plan fue interrumpido sin, por supuesto, revertir los daños causados.

La enorme deuda externa heredada de la dictadura y la situación externa desfavorable tensaron la situación política del gobierno de Alfonsín, quien después de un primer intento de aplicar una política no sujeta a las exigencias externas ni tan centrada en la drástica reducción de la inflación, nombró otro equipo económico comandado por Sourrouille quien desarrolló el plan más creativo con una mezcla de medidas ortodoxa con algunas de corte más heterodoxo. Después de un primer período en que pareció tener éxito se mostró francamente ineficaz para ni siquiera frenar el proceso inflacionario y desembocó en la hiperinflación que con variantes se prolongó casi tres años.

El último de los intentos fue el de Cavallo con un plan con medidas que se ajustaban totalmente a los dictámenes del Consenso de Washington y del Fondo Monetario Internacional (reducción del Estado, apertura de las importaciones, desregulación financiera, privatizaciones de las empresas del Estado,  privatización de las jubilaciones, etc.) junto a una medida, en cierta forma original, que se iba a convertir en la piedra angular del programa: la convertibilidad de la moneda nacional con el dólar.

La inflación que había sido mostrada como el flagelo cuya solución abriría mágicamente el camino hacia el bienestar fue finalmente derrotada en los 90´, sin embargo su derrota no vino acompañada del bienestar sino de una serie de calamidades: aumento de la desocupación, cierre masivo de fábricas, incremento de la desigualdad social, deterioro de las jubilaciones, atraso de las actividades científicas, incremento exponencial de la deuda externa en dólares, pérdida de la capacidad nacional para la aplicación de políticas económicas y sociales. El experimento terminó de la peor forma con una situación cercana a la disolución nacional. Una vez más se hizo evidente que en economía es relativamente fácil manejar una variable si uno se desentiende del resto, lo difícil es el equilibrio entre todas las variables de la economía.

Es interesante constatar que el colapso de la convertibilidad era lo que se podría llamar  una muerte anunciada. Sin embargo fueron muy pocas las voces que alertaron eso y las que lo hicieron provinieron de economistas heterodoxos, como los del Plan Fénix. Del lado de los ortodoxos ni una palabra previniendo la debacle. Se me ocurren dos razones básicas para explicar ese silencio: muchos de ellos estaban directa o indirectamente ligados a operadores a quienes beneficiaba el desconocimiento público de riesgo inminente, y por otra parte estos economistas que consideran que la economía se maneja con leyes inexorables no podían concebir que habiendo hecho todos los “deberes”, el resultado no fuera el esperado. Lo que  es imposible de creer es la explicación que muchos de ellos dieron después del derrumbe. Adujeron que no lo hicieron para no generar temor a la población que perjudicaría los intereses del país. Poco tiempo después (entre abril y julio de 2002) predijeron un valor del dólar de $ 14 o 15 o 20 para fin de ese año a sabiendas que ello podría haber provocado una corrida muy perjudicial y desde ese momento no dejaron de augurar los peores desastres para el país (afortunadamente tan erróneos como su confianza en las ventajas de la políticas neoliberales).

Si profundizamos aún más el análisis concluimos que el poder de los economistas es solo una máscara. Esos economistas responden a los dictámenes de los poderes concentrados y en última instancia a lo determinado por el mundo de las finanzas internacionales. Basta recordar cuando el ministro de turno exigía al parlamento la aprobación de leyes con la presión de que sin su aprobación, que debía hacerse en plazos perentorios, no se obtendría el préstamo salvador del FMI, requisito indispensable para obtener un breve período antes de caer en el abismo. También debe recordarse cuando el ministro declaraba que “tenemos que acordar con el Fondo”. Difícil posición para negociar si la otra parte sabe que partimos de la base que no hay más alternativa que terminar aceptando las condiciones que se nos impongan.

¿Cuando finalizó ese poder? Sucedió en un momento preciso: cuando Néstor Kirchner asumió el control de las principales variables económicas, reasumió para el país el manejo de su política económica  y quedó claro que los ministros serían los ejecutores de sus decisiones y que las mismas no serían las que les dictarían los organismos internacionales de crédito, ni el mundo financiero internacional.

Por supuesto esta postura no garantiza que todas las políticas sean las mejores pero asegura que serán dictadas por quienes fueron elegidos por la ciudadanía; en pocas palabras que se volvería a una normalidad abandonada por años en el país y en muchas regiones del mundo, en que la economía quedaría subordinada a la política y no a la inversa.