Durante la mayor parte del tiempo desde que el homo sapiens fue también homo erectus (o al revés), el ‘macho’ ha ido desnudo por el mundo o, desde que la civilización es tal, en faldas; incluso con peluca, maquillaje y tacos altos, si se consideran los últimos siglos de historia.

Así lo sostiene en un artículo Maude Bass-Krueger, historiadora y profesora en la Universidad de Leiden (Países Bajos), publicado en Google Arts & Culture, señalando el inicio de la moda de los pantalones masculinos recién en el siglo XIX.

El texto recuerda que los primeros en llevar tacones fueron los jinetes persas en el siglo X, y en el XVII ya era furor entre los aristócratas europeos; incluso eran símbolo de virilidad y poder militar.

“Durante el reinado de Luis XIV (en Francia), cuanto más altos y más rojos eran los tacones, más poderoso era quien los llevaba”, dice la especialista, señalando que un siglo más tarde es que los tacones llegan al calzado femenino, superando en altura al masculino.

Es con el triunfo de la Revolución Francesa que los tacones desaparecen en el calzado masculino, dado que eran atribuidos al viejo régimen monárquico. Solo quedarán reservados a algunos modelos de botas de montar y por la misma razón que los usaban los persas.

Las faldas masculinas son incluso mucho más longevas. Los varones egipcios, los griegos, romanos y aztecas llevaban túnicas, togas y polleras para estar al último grito de la moda.

En Europa, recién en 1701 el zar Pedro I firmó una ley por la cual se obligaba a todos los hombres rusos a llevar pantalones, con la excepción de granjeros y clérigos, quienes continuaron vistiendo faldas con cierto orgullo.

Finalmente, Bass-Krueger recuerda que durante los siglos XVII y XVIII fue el furor de las vestimentas vistosas y, sobre todo, las pelucas y el maquillaje llamativo como no se veía desde el esplendor egipcio, pero con redoblado esmero.

En efecto, lo hombres de la aristocracia llamaban la atención por sus enormes pelucas, por empolvarse el rostro de un blanco solamente coloreado por el rubor en las mejillas, algo de delineador y el infaltable lunar postizo, sin el cual ningún varón podía ser considerado como tal.