El futuro no llegó: está por venir.

Sobre Once segundos, de Carlos Aletto

Juan Ignacio Pisano*

            Que en Argentina se escriba una novela sobre la memoria, ya sea colectiva o individual, parecería remitir a un tópico conocido, recurrente. Pero de lo que se trata en la novela de Carlos Aletto no es un texto testimonial, tampoco la reconstrucción de una época, la resolución de un dilema nacional o la gestación de un conjunto de recuerdos que estructuran una subjetividad. Ni siquiera predomina la intención de establecer un terreno común en el que una generación se reconozca, aunque el gesto generacional esté presente. En efecto, esta es una novela que le regalaría a mi padre o a un amigo: y esto, quiero aclarar, es un valor dado que mis amigos no tienen ninguna relación con el campo literario. La novela de Aletto tiene esa particularidad: se incluye en una genealogía que, podríamos pensar, se inicia con Roberto Arlt en el prólogo a Los lanzallamas: la literatura tiene que ser leída, circular de modo masivo, llegar a quienes no son del palo. Si un libro no logra eso, se vuelve un texto ghetizado. La escritura de Aletto es, en ese sentido, contundente y, como un cros a la mandíbula, nos saca de lo esperable para introducirnos en la aventura.

            Volviendo a la cuestión de la memoria, el gesto de Once segundos tiene cierta radicalidad que logra al esquivar esas cuestiones que mencionaba recién. Porque de lo que se trata en esta novela es de la puesta en forma estética de la posibilidad de una memoria, no de la reproducción de un conjunto de recuerdos que rondan la mente del narrador. O, en términos más precisos, aquello que deviene forma literaria es la disposición de un espacio de lenguaje donde la posibilidad de una memoria sea realizable. Así, la novela propone un método, una forma bajo la cual puede pensarse la posibilidad de una memoria individual que, sin embargo, adquiere la forma paradigmática de una identificación con un potencial público lector (mi padre, mis amigxs) sin por eso sostenerse en el dicho ganchero, en la referencia sin más.

            Son varios los procedimientos que Aletto pone en juego en el texto en relación a ese punto. El primero y el más fundamental es el momento en el que la novela ancla su relato, como un eterno retorno que, en el loop de una narración ralentizada, nos coloca ante los once segundos en donde se condensa la articulación misma de un andamiaje de palabras donde la memoria sea posible. Esto ocurre en torno del gol de Maradona a los ingleses en el mundial de México 86. La novela no acude a ese momento tan simbólicamente importante para la cultura vernácula con el fin de empatizar, de un modo directo y sin mediaciones, con el lector. No: ese momento es resignificado hacia una biografía singular, la del protagonista-narrador, que solo adquiere estatus de universalidad (es decir: de una vida en la que pueden verse expuestas otras vidas) en esa, su singularidad, y en ese modo único e irrepetible de experimentar un acontecimiento de esa magnitud que logra realizarse en el protagonista: el mejor gol de la historia del fútbol y el gol que dejó afuera del mundial a los ingleses, tan solo cuatro años después de la Guerra de Malvinas. Es desde esa narración contextualizada y coyuntural, que transcurre mayormente en una barrio marginal de Mar del Plata y, en buena medida, en la casa de la familia Durante, desde donde puede pensarse algo así como una épica argentina, que es la epopeya (en prosa) de un hombre del pueblo, no de un héroe cortesano o aristocrático. Justo este año que se cumplen 150 desde la publicación de El gaucho Martín Fierro, este texto viene a reafirmar algo de la canonización del poema de José Hernández: si es argentina, esa épica es plebeya.

            ¿De qué más está hecho ese andamiaje narrativo de donde emerge la posibilidad de una memoria? De varias materias, una de las cuales me parece central: la temporalidad. La novela no se propone como una reconstrucción lineal de un pasado a rememorar, sino que se piensa en capas superpuestas de recuerdos que tienen la virtud de no asumirse bajo la modalidad de una reconstrucción realista. Entonces, son dos cuestiones a atender: la representación del tiempo y los géneros literarios de los que se nutre el texto.

            La manera de representar al tiempo en la no linealidad sino, por el contrario, en la superposición y el pliegue, funciona como catalizadora del relato en tanto cada recuerdo, cada momento, brinda la sensación de encontrarnos una y otra vez ante un narrador que, como el de Proust, inicia una búsqueda del tiempo perdido. Pero ocurre que en la novela de Aletto no hay una sola magdalena, sino varias: tantas como recuerdos nacen al calor del instante bajo el que el narrador despliega su escritura. Un ejemplo, porque para muestra un botón: en el inicio del segundo apartado del primer capítulo, el narrador habla sobre la importancia de ese gol en su propia vida y ese momento, o el recuerdo de ese momento, en esa imagen que el narrador observa en su recuerdo, y de allí se desprende una mirada sobre Daniel Durante, su mejor amigo de la infancia. Pero no hay magdalenas, hay imágenes, como instantáneas de una Polaroid, cuya textura y composición abren la lengua del narrador para que el relato se despliegue.

            Son tres los planos temporales en los que se mueve la novela, y que colaboran en complejizar una trama que se trenza a medida que avanza: el tiempo de la escritura, el del recuerdo desatado y el momento de esos once segundos que pasan en la televisión mientras Maradona deja tirados jugadores de camiseta blanca y nacionalidad colonialista. Cada plano, a su vez, tiene su propia lógica temporal: porque si, por un lado, en esa reunión alrededor de la televisión de la familia Durante los once segundos son sutilmente desmenuzados a lo largo de toda la novela, comprimiendo el tiempo y enlenteciendo la narración al punto de que el lector puede ver a los personajes en cámara lenta, por otro lado, el tiempo presente de la escritura funciona como apoyatura que va y viene, ancla allá o acá en el tiempo de la historia, y, por último, en la temporalidad de los recuerdos que se narran no sigue ninguna de esas otras dos lógicas sino que se abren nuevas temporalidades que responden a demandas específicas de lo narrado.

            Un aspecto central de la novela, como se mencionó arriba, es el quiebre realista que impide todo cierre, toda catalogación de esa memoria que adquiere, así, cordura en la propia racionalidad narrativa, no en la necesidad realista por construir una memoria bajo una mirada veridiccional. Maradona puede aparecer en la vida del narrador no solo como el que hace ese gol único e irrepetible, sino también como un dealer, o como alguien que le narra al protagonista una obra teatral que él mismo actuará, o apareciendo entre la niebla en la cancha de fútbol en esa Mar del Plata suburbana.  El realismo que existe en la novela, entonces, es un realismo agrietado y esas grietas se nutren del fantástico, de la novela de aventuras, de la novela de viajes, de Carlomagno (quien lea la novela ya entenderá por qué la aparición de este protagonista de la Historia: no vale la pena arruinar un elemento central de la trama explicándolo).

            Esa memoria, si bien es memoria quebrada por los géneros literarios no realistas y por las superposiciones temporales, adquiere, sin embargo, consistencia en la seguridad de las referencias culturales. Cualquiera que tenga entre treinta y cinco y sesenta años sabe que en el paquete de cigarrillos Camel hay un dibujo en el lomo del camello o conoce lo que es una sala de video juegos. La novela no encuentra allí su justificación (que, como espero haya quedado claro llegados a este punto, está en otro lado: en su forma, en su riesgo estético), pero sí halla un anclaje que la vuelve palpable: se trata de una memoria materialista, no idealizada ni teleológica. Y, al mismo tiempo, esa memoria está hecha de otros materiales más. Uno de los principales, y que quiero destacar, es lo que podríamos llamar una memoria de la educación sentimental. El protagonista hace un aprendizaje sobre los afectos: el primer amor (frustrado y doloroso, como debe ser); la amistad; ser objeto de deseo del otro; ser hijo; atravesar la muerte del padre; conocer qué significa ser padre. Podríamos decir que se trata de una novela que hurga mecanismos concretos para hacerse de una memoria y que busca, a su vez, no la construcción de una identidad sino abrir una pregunta: ¿qué significa tener una identidad? No voy a responder a esta pregunta porque hacerlo sería fallarle a la novela: si algo ella piensa en ese sentido, es algo no esencialista, no preexistente ni anterior a la escritura sino que se asume en la contingencia que une lo acontecido con la escritura. Entonces: lea la novela.

            Sé, por último, que hablar del final de una ficción en una reseña puede ser contraproducente y el lector podría decir: hasta acá llego. No develaré nada, no daré detalles, pero sí debo mencionar un último aliento que la novela nos lega. En ese instante final —que cierra al texto de un modo que la propia historia merece— reside lo que podríamos pensar una ética de la memoria y de las formas de identidad. Porque lo que allí acontece es un final sin cierre, sino uno que inaugura algo por venir; una conclusión que no concluye, sino que se abre al futuro que vendrá en la incógnita de una vida, la del protagonista. Y allá lo veo al personaje navegando, instando el inicio de una nueva aventura que será, sin poder ser de otro modo, el comienzo de un nuevo recuerdo, la iniciación de un nuevo pliegue en el que la memoria siga siendo la posibilidad latente de un futuro.

*Juan Ignacio Pisano nació en Buenos Aires, en 1981. Es Licenciado en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, especializado en literatura argentina y latinoamericana.

Su novela "El último Falcon sobre la tierra" ganó el Primer Premio de Novela Fundación Medifé Filba en 2020