Los porteños han enloquecido. Se olvidan que la ciudad no tiene bando político ni ideología establecida. Que no es una mera traza de locación inmobiliaria o un sumario de subtes, líneas de colectivos y agentes de tránsito. Tampoco un vademecum de servicios de alta gama o de gama subalterna o de paseadores de perritos de cautiverio. Ni es un mapa donde hay norte y sur separados por una grieta eterna, o una guía Filcar de barrios y calles a los que los porteños desconocen, salvo los de su rutina y residencia.

Cuando votan a derecha e izquierda y en sentido oblicuo o torcido, no se asumen porteños sino meros ciudadanos del padrón electoral y, lo peor, vecinos. ¡Vecinos! Es la palabra mascota, palabra gnomo. Suena como un protocolo hipócrita que en la ciudad no existe. Nadie es vecino de nadie. Somos intrusos y forasteros de vidas paralelas y próximas pero que nunca se encuentran salvo en algún recital o clásico de fútbol.  O en el palier o en la parada de ómnibus para decirnos apenas buenos días. Y es suficiente. ¿Para qué más? Si no nos une el amor sino el espanto. Por eso la tablet y el celular nos exigen dedicación exclusiva.

La pretensión de escindir a la ciudad de su identidad histórica y artística, postergándola por una competencia de votantes que no provienen de la magna Atenas ni de la revolución francesa, tampoco de la revolución de Mayo sino de departamentos de propiedad horizontal o casitas bajas de barrio, es una impostura que no merece un tango, una poesía ni el baile en el caño de una botinera.

La desafortunada idea de refundarla como autónoma le quitó a Buenos Aires su condición de ciudad de la Argentina, estrujándola a una desaforada geografía de política surtida. Popular o elitista, peronista o gorila, progresista o troskista,cualunquista o fascista, nunca pierde su estilo de comadre chillona. El conventillo la moldea más que el duplex y que las torres Le Parc con “minicidios”  incluidos.

Los porteños han enloquecido. Se creen que la ciudad es de ellos. La pintan y despintan; se inventan presuntos protagonismos políticos a los que las urnas consagran significantes a unos pocos y a los muchos los deja insignificantes sin casi necesidad de conteo. Salen siempre cola y se pavonean por los medios como si los votara alguien más que los de la familia.

Seamos honestos (si llegar a serlo no es una quimera) y sepamos que la ciudad nos sobra. Y nos desconoce. Cómo reconocer sin melancolía a esos a los que ahora se llama vecinos. Y que se divierten y bailan sus triunfos en escena como si estuvieran en Disney o en Hollywood. Y que cuando hablan parlotean con una papa y un vacío en la boca. Un vacío de Durán Barba. De exceso de yacuzi con hierbas de bosque silvestre. Hay que volver a las fuentes: recuerden los pies remojándose en ellas. Hace años Piglia escribió  “ La ciudad ausente”, premonitorio título. Ausente.

Los actuales porteños presumen haber alcanzado de pronto no sé qué rango de identidad política cósmica. Pero si solamente elucubraron su voto, que es una anécdota y no una conmoción ideológica.

Que sus habitantes enloquezcan no importa: la ciudad es ajena. Se resiste, dice Gelman.

Menos duelen los votos adversos que ser ganados por los llamados vecinos.  Estúpidos, no es la ciudad la estúpida. Somos nosotros. Y ellos.