Antiguamente, en tiempos en que la rueda todavía era considerado un descubrimiento fundacional de la cultura humana (ha sido postergada largamente por los drones y etc ) ya rodaba por el mundo la idea de la confesión ante la divinidad. Y si esta estaba lejos -y lo está- se produce ante el pastor o sacerdote que son sus enviados terrestres. Después, mucho después, advino la confesión psicoanalítica. Entre ambas, pero siempre en obligado o relativo secreto, quedan resguardadas las confesiones más extremas e inconfesables. Ese estilo de confesión cerrada, exclusiva -entre Dios o Freud- y nosotros solamente, ha concluido con el twitter.

El twitterismo gorjea, trina, cacarea e histeriquea la confesión. La condena a la alharaca global y a la publicidad extrema. Consigue que el presunto borrador de la conciencia personal del tuitero se propague como su conciencia definitiva. Se trate de un rey o de un plebeyo, de un pecador o de un santo, de un elucubrador o de un espontáneo.

Lo que se dice en el twitter lo dice el confesante  por propia libertad y decisión. Y aunque sea mentira dice la verdad sobre el que miente. Nadie se lo ordena. Se desenmascara y desnuda, digamos, estúpidamente. Sin que Dios ni Freud lo estimulen. No hay argumento que lo desmienta. “El twitter soy yo”, proclaman a los cuatro vientos. Cuando todavía no imaginan tener que arrepentirse o tener vergüenza de haber mostrado el culo sucio. O perfumado, da lo mismo: es el culo. Y si serán estúpidos ( y de ambos sexos) además de confesarse gratuitamente, se empeñan en lucir ingeniosos. O inteligentes.

No sé si sirve como excusa, pero no tengo twitter.

Mi estupidez es de diagnóstico diferente.