Tanto la respuesta oficial del gobierno español como el ataque de histeria que el pedido del presidente de México suscitó en el escritor Arturo Pérez Reverté revelan que racismo, la ignorancia y la soberbia que en su momento precipitaron las independencias americanas siguen incólumes en la península ibérica.

Al cumplirse 500 años de la batalla de Centla, momento simbólicamente inaugural del desembarco español en tierras del actual territorio mexicano, el pedido de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) suena más que razonable: desde sus actos iniciales, la invasión europea a tierras americanas no fue un “encuentro entre culturas” –como neciamente insiste el gobierno español– sino un violento choque militar que devino en el sometimiento económico, el exterminio biológico (en algunos casos, hasta la eliminación total) y la opresión cultural de los distintos pueblos americanos, como instrumento –y a la vez consecuencia– de la explotación económica y el saqueo de los recursos naturales.

El pedido de disculpas, no a México como tal, sino a los pueblos americanos, en su nombre exigido por AMLO a la corona española y a la Iglesia católica (que debió haber hecho extensivo a las demás potencias europeas beneficiadas con la conquista) es apenas un aspecto del pedido de perdón que, en nombre del Estado mexicano, el presidente formula a los pueblos originarios de su país por los 200 años de explotación y exterminio de que han sido objeto.

Cualquiera con algún grado de conocimiento o al menos, interés por la historia, comprende que ese primer “encuentro” en Centla (precedido un año antes por la sangrienta expedición de Juan de Grijalva en Yucatán) no fue otra cosa que una invasión militar, que, en nombre de la cruz, provocó –no en palabras de AMLO sino en las de Bernal Díaz del Castillo– la muerte de más de 800 indígenas y de dos españoles, la destrucción de  Potonchán, la fundación en su lugar de la villa de Santa María de la Victoria y el primer acto de tributo ofrecido por los derrotados: la entrega de joyas y objetos preciosos, de oro, turquesa, jade, pieles, plumas de aves, animales domésticos y veinte jóvenes mujeres para uso, solaz y esparcimiento de los sacrificados civilizadores. Una de estas jóvenes era Malitzin, quien, por esa proverbial imposibilidad peninsular de decir “boroto” o pronunciar la tz y, ya más asombrosamente la tl (quien no sabe decir “atlántico” no debería indicarle a nadie sobre el modo apropiado de hablar), será  la célebre “Malinche”, traductora, consejera y amante de Hernán Cortés.

Es altamente improbable que el papa Francisco, que el 9 de julio de 2015, en Santa Cruz de la Sierra, lanzara un histórico pedido de perdón en nombre de la Iglesia católica por los crímenes cometidos contra los pueblos andinos, no vaya a hacer extensiva esta súplica a los pueblos mesoamericanos. "Pido humildemente perdón –dijo entonces Francisco–, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América".

En una cabal demostración de soberbia, ignorancia y mala fe, el trastabillante gobierno español, su lamentable monarca y el mediocre escritor y académico se consideran por encima del jefe de la organización religiosa más numerosa e influyente del mundo, y, tras tildar al presidente de México de “imbécil”, el novelista se burla de que éste lleve apellidos de origen español, sin advertir que, en ese simple acto, queda revelada la justicia del reclamo: sin ser el caso específico de AMLO (que lleva en sus orígenes la impronta del mestizaje –orgullo y distinción de la “raza cósmica” de Vasconcelos, “americana” para Yrigoyen), así como han sido durante cinco siglos estigmatizados por su cultura, los indígenas no tienen derecho a nombrarse en sus propios idiomas. Este sólo hecho sería causa suficiente para que personas decentes y respetuosas de los demás encontraran sobrados motivos para pedir disculpas.

Es lógico que resulte tan arduo encontrar esa clase de personas en España: nadie ahí, en nombre de la monarquía o del Estado español, ha pedido perdón a vascos, catalanes o gallegos por privarlos durante tanto tiempo de derechos semejantes.

 La pregunta que correspondería hacer es quién es el imbécil aquí, pero no hay modo de formularla para que pueda ser entendida por sujetos, del monarca para abajo, que siguen portando las mismas taras que hace doscientos años.

Allá ellos, con un monarca que lee a José Luis Borges y un presumido ignorante que insiste en llamar “moros” a bereberes, tuáregs, árabes y demás gentes diferentes, unificada a sus muy racistas ojos por el color de su piel y su origen norafricano.