Cualquier pequeño manual de teoría política indica que la legitimidad de un gobierno democrático está dada por el pueblo. Eso es efectivamente así, más allá de un sinfín de asteriscos aclaratorios que se puedan abrir. Que la legitimidad la brinde un pueblo, en las sociedades en que vivimos, supone la aceptación de la regla de la mayoría en cada acto eleccionario si bien, por suerte, una democracia robusta es mucho más que eso y se construye día a día a través de diferentes mecanismos de participación. Y sin embargo, cada vez más se asiste a un corrimiento por el cual la voluntad popular parce no importar, es dejada a un lado y hasta, incluso, es desechada con desprecio en tanto supuesta presa boba de los relatos de gobiernos populistas.
Así, alternativamente y a veces el unísono, la prensa, el mercado y el poder judicial actúan como sectores capaces de poder determinar si un gobierno es bueno o es malo y si un gobierno es o no legítimo.  En cuanto a la prensa, la complicidad de ésta con los golpes de Estado en Latinoamérica, por ejemplo, ha sido harto evidente y cercanos en el tiempo hasta tenemos la posibilidad de acceder a un juicio político que destituyó a un presidente en Paraguay basándose en las supuestas pruebas que habían brindado las tapas de los diarios. La prensa aparece así como portadora de la verdad, como guardiana moral de la democracia, y tribunal evaluador de la legitimidad de un gobierno. Que un gobierno y sus políticas tengan mayor o menor apoyo popular es simplemente un detalle que la supuesta verdad no está dispuesta a admitir.
En lo que respecta al mercado, el propio Michel Foucault ya nos advertía cómo éste se había transformado en una fuente de veridicción, esto es, una fuente desde la cual se pretende hacer emanar la verdad acerca del buen o mal obrar de un gobierno. No importa qué desee el pueblo ni qué reciba el pueblo de un gobierno. Lo que importa es la palabra del mercado, esto es, de un conjunto de empresarios dueños de capitales financieros acompañados por economistas mediáticos que hegemónicamente instalan sus “20 verdades liberales” contra los gobiernos progresistas. Los golpes de mercado son presentados entonces como consecuencias naturales de las reglas del mercado que demostrarían un mal accionar gubernamental, y no como una decisión política de un sector minoritario que no duda en alterar el orden democrático en pos de intereses sectoriales.
En cuanto a la justicia, último dique de contención de las transformaciones, la trampa es bastante clara porque se trata del único de los tres poderes republicanos que es contramayoritario y que nunca es sometido a la voluntad popular. En este sentido, es bastante natural que las minorías que desde las sombras gobiernan los países, traten de llevar a la opinión pública a discutir la legitimidad de un gobierno en la justicia penal, esto es, dejando en manos de un fiscal y un juez el buen o mal accionar de todo un gobierno.
Para concluir, en los tres casos, lo que se busca es depositar la valoración de un gobierno en pocas manos, unas pocas manos que por alguna razón esotérica tienen acceso privilegiado a una verdad que de repente se hace capaz de determinar si un gobierno debe continuar o no.
Ahora bien, aun cuando nadie, razonablemente, podría indicar que el apoyo popular por sí tiene  la prepotencia para vulnerar a la justicia, bien cabe preguntarse lo siguiente: ¿no será hora de azuzar el espíritu crítico y dejar esa aristocrática confianza ciega hacia los tribunales de los pocos? ¿No será hora de tomar en cuenta, al menos un poquitito, la voz del único tribunal que brinda verdadera legitimidad, esto es, el tribunal de los muchos? Faltan pocos meses para las elecciones y hay un sector mayoritario de la población que se viene pronunciando y apoyando a un gobierno durante 12 años. Quizás lo siga haciendo este año o quizás no. Hay que esperar y tener la paciencia democrática que los pocos parecen haber perdido.

Cualquier pequeño manual de teoría política indica que la legitimidad de un gobierno democrático está dada por el pueblo. Eso es efectivamente así, más allá de un sinfín de asteriscos aclaratorios que se puedan abrir. Que la legitimidad la brinde un pueblo, en las sociedades en que vivimos, supone la aceptación de la regla de la mayoría en cada acto eleccionario si bien, por suerte, una democracia robusta es mucho más que eso y se construye día a día a través de diferentes mecanismos de participación. Y sin embargo, cada vez más se asiste a un corrimiento por el cual la voluntad popular parce no importar, es dejada a un lado y hasta, incluso, es desechada con desprecio en tanto supuesta presa boba de los relatos de gobiernos populistas.

Así, alternativamente y a veces el unísono, la prensa, el mercado y el poder judicial actúan como sectores capaces de poder determinar si un gobierno es bueno o es malo y si un gobierno es o no legítimo.  En cuanto a la prensa, la complicidad de ésta con los golpes de Estado en Latinoamérica, por ejemplo, ha sido harto evidente y cercanos en el tiempo hasta tenemos la posibilidad de acceder a un juicio político que destituyó a un presidente en Paraguay basándose en las supuestas pruebas que habían brindado las tapas de los diarios. La prensa aparece así como portadora de la verdad, como guardiana moral de la democracia, y tribunal evaluador de la legitimidad de un gobierno. Que un gobierno y sus políticas tengan mayor o menor apoyo popular es simplemente un detalle que la supuesta verdad no está dispuesta a admitir.

En lo que respecta al mercado, el propio Michel Foucault ya nos advertía cómo éste se había transformado en una fuente de veridicción, esto es, una fuente desde la cual se pretende hacer emanar la verdad acerca del buen o mal obrar de un gobierno. No importa qué desee el pueblo ni qué reciba el pueblo de un gobierno. Lo que importa es la palabra del mercado, esto es, de un conjunto de empresarios dueños de capitales financieros acompañados por economistas mediáticos que hegemónicamente instalan sus “20 verdades liberales” contra los gobiernos progresistas. Los golpes de mercado son presentados entonces como consecuencias naturales de las reglas del mercado que demostrarían un mal accionar gubernamental, y no como una decisión política de un sector minoritario que no duda en alterar el orden democrático en pos de intereses sectoriales.

En cuanto a la justicia, último dique de contención de las transformaciones, la trampa es bastante clara porque se trata del único de los tres poderes republicanos que es contramayoritario y que nunca es sometido a la voluntad popular. En este sentido, es bastante natural que las minorías que desde las sombras gobiernan los países, traten de llevar a la opinión pública a discutir la legitimidad de un gobierno en la justicia penal, esto es, dejando en manos de un fiscal y un juez el buen o mal accionar de todo un gobierno.

Para concluir, en los tres casos, lo que se busca es depositar la valoración de un gobierno en pocas manos, unas pocas manos que por alguna razón esotérica tienen acceso privilegiado a una verdad que de repente se hace capaz de determinar si un gobierno debe continuar o no.

Ahora bien, aun cuando nadie, razonablemente, podría indicar que el apoyo popular por sí tiene  la prepotencia para vulnerar a la justicia, bien cabe preguntarse lo siguiente: ¿no será hora de azuzar el espíritu crítico y dejar esa aristocrática confianza ciega hacia los tribunales de los pocos? ¿No será hora de tomar en cuenta, al menos un poquitito, la voz del único tribunal que brinda verdadera legitimidad, esto es, el tribunal de los muchos? Faltan pocos meses para las elecciones y hay un sector mayoritario de la población que se viene pronunciando y apoyando a un gobierno durante 12 años. Quizás lo siga haciendo este año o quizás no. Hay que esperar y tener la paciencia democrática que los pocos parecen haber perdido.