Después del impacto de la noticia, de que eso del coronavirus ya no era solo cosa de chinos, y de la consecuente energía de la que tuvimos que disponer para acomodarnos y adaptarnos a la nueva rutina de “todxs en casa”, para no contagiarnos ni contagiar, hoy estamos agotados. Y este agotamiento trajo alteraciones psicofísicas, síntomas inéditos, propios de la cuarentena. Nadie nos enseña a vivir, menos a soportar pandemias y la posibilidad de enfermar y morir. Más allá de todo lo dicho y supuesto, es necesario comprender que en este estado de la cuarentena, luego de cincuenta días de encierro, el cuerpo y la cabeza empiezan a pasarnos facturas. Se alteró abruptamente nuestra vida cotidiana y no hay una ventana que nos muestre un paisaje mejor. Ya padecemos alteraciones en el sueño y pesadillas, contracturas, y la mayoría engorda por falta de actividad y excesos de comidas, no siempre variadas y nutritivas. Nos irritamos con facilidad. Aparecen ansiedades y angustias de variadas intensidades, incluso alternando a veces en cuestión de horas. Y nos deprimimos y nos ponemos eufóricos de un momento al otro. Todo esto potenciado por la incertidumbre de un mañana que se evaporó y dejó en suspenso el proyecto de vida que habíamos diseñado. Entramos en una crisis existencial porque los deseos, que son el motor de la vida, no tienen lugar ya que todo el combustible está puesto en poder sobrevivir. Por otro lado, la energía que utilizamos al principio, creyendo ilusoriamente que en quince días todo iba a pasar, hoy nos enfrenta a la tristeza típica de los duelos, de lo que ya no está. El duelo por ese pasado de libertades, abrazos y besos. Y el duelo por el futuro que se nos desmoronó. Hasta hace dos meses la Cantata de Spinetta era como mi amuleto y su “mañana es mejor” positivizaba mi visión del fututo; pero hoy me embarro, como la mayoría, en el campo de lo incierto.

   La máxima psicoanalítica invita a pensar en la singularidad, el cada una y el cada uno, caso por caso. Si lo anteriormente explayado habla de un estado de alteración general, conozco situaciones que son mucho más complejas. Casos de violencia de género, mujeres que viven las veinticuatro horas con el macho violento, cuyos mecanismos de violencias que se potencian por el encierro sostenido. También están quienes no pueden obedecer el mandato “quadate en casa” porque no la tienen. Y están las y los que poseen casas pero viven hacinados, en condiciones emocionales y económicas vulnerables, y el encierro los arrinconó en la desesperación.

   Cuándo saldremos y cómo, son las dos preguntas fundamentales que tejerán la verdad de cada una y de cada uno, y la realidad de cada región del país y del mundo. Se sabe que nada será igual. Que los seres humanos nos enfilamos hacia un mañana endeble, que bordea el caos económico y la consecuente desigualdad social. Dependerá de todas y de todos, y de las voluntades de los que nos gobiernan, para hallar las herramientas de salvación que emparejen las diferencias sociales y se establezca así un bienestar general. Tendremos que esforzarnos para comprender que no hay salida solitaria, que somos un entramado social y que todo lo que hacemos, para bien o para mal, nos afecta y afectará a los demás. Es tiempo de no bajar la guardia y estar advertidos de que es quizá una de las últimas oportunidades para salvarnos y salvar esta tierra que ya no sabe cómo mandarnos señales para que dejemos de dañarnos y dañar nuestra casa.