Finalmente me convencieron y compré un televisor, uno de esos con los que se puede acceder a internet. Y como un chico con juguete nuevo, después de experimentar, no sin la asistencia de mis hijos, me dispuse a ver una de las tantas películas que tenía pendiente, esas que pasan por el cine mientras uno está pasando por otro lado. Opté por Nebraska, de Alexander Payne, con cierta resistencia luego de leer la síntesis, porque dependiendo del momento por el que uno está transitando, una película te puede rescatar o colaborar con el hundimiento. Y digamos que en esos días yo estaba más para una comedia boba que para un drama. Aun así, algo temeroso, me decidí por esa película y el sábado por la noche me acomodé en el sillón, me serví una bebida espirituosa, extendí las piernas sobre una silla y apreté play. Inmediatamente quedé tomado por la primera escena en blanco y negro, donde un anciano camina por el costado de una ruta, hasta que es detenido y rescatado por un policía. Pero el perseverante Woody Grant (interpretado genialmente por Bruce Dern) vuelve a escaparse de su casa con la firme intención de retomar el camino e ir en busca del millón de dólares que cree haber ganado al recibir una propaganda en su domicilio. Su mujer, Kate (June Squibb) ya no lo soporta más; luego de una vida ligada al alcoholismo y a ciertas ausencias, ahora, para llenar el álbum de los desaciertos, “el viejo loco” se cree que será millonario. Mientras Kate y Ross (Bob Odenkirk), otro de los hijos del matrimonio, muestran la clásica intolerancia que se le suele tener a los ancianos y quieren, entre otras cosas, internarlo en un geriátrico, aparece un personaje entrañable, su hijo David (Will Forte), que va a realiza un acto fundamental, acto que sigue conmoviéndome cada vez que lo recuerdo. A diferencia del resto de los familiares, su hijo David se suma al “delirio” de su padre y decide acompañarlo en el peregrinaje de la búsqueda del millón. ¿Qué lo motiva? Quizá, como a su padre, perseguir un deseo, porque él también, como todos nosotros, necesita de un motivo, de un sueño, de una idea -aunque loca-, para seguir viviendo. Y así salen rumbo a Nebraska. El viaje es el pretexto para el encuentro entre un hijo y su padre que hasta entonces habían vivido desencontrados. Es “la oportunidad”. Porque hay pocas veces en la vida donde “nunca es tarde”. Y en ese viaje sucede de todo. El padre se alcoholiza, tiene un accidente, es internado, pierde la dentadura, pero sigue escapándose, siempre. Pase lo que pase, se focaliza obsesivamente en “su millón”, con el firme propósito de comprarse una camioneta y un compresor de aire, que su ex socio le había robado. Se conforma sólo con eso, para qué más; el resto del dinero sería una buena herencia para los hijos, darles algo, por tanto que nos les dio. Antes de Nebraska hacen una parada en Hawthorne, el pueblo natal de Woddy. Como era de esperar, el recibimiento es fantástico; el millonario atrae más que el pobretón que un día se fue. El dinero siempre compra presencias, a diferencia de cuando estamos en las malas y quedamos solos, o casi solos. Y en el curso de la película reaparece un amor de juventud, algunos “amigos”, una familia muy particular, supuestas deudas, reclamos, y hasta un engaño... Hay momentos en que el film incomoda, duele; duelen ciertos aspectos de la vejez, porque si uno todavía no es viejo, puede ir reflejándose allí. La vejez no es lo que le sucede a los otros, es, si la biología nos lo permite, algo que nos espera a todos, ahí nomás, con la celeridad con la que el tiempo nos tiene acostumbrados. El final de la película es, ¿lo cuento? Sí, al menos cuento lo que me sucedió a mí (cada espectador es único), cuento lo que pude pescar, entender, acorde a mi bagaje personal. Todos entendemos lo que podemos… Se trata de un final contundente, suerte de restauración, que dignifica al anciano, pero que también transforma a su hijo David. Hijo que se juega por un padre al que parecen quedarle pocas fichas: su cabeza y su cuerpo están mostrando los inevitables deterioros del acecho de la vejez avanzada. Woody Grant no es precisamente un loco, tampoco un demente, ni un viejo senil, estigmas que escuché de la boca de ciertos críticos y espectadores que no hacen más que repetir lo que muchos piensan acerca de la vejez; porque parece que siempre es mejor estigmatizar a los ancianos que escucharlos, registrar sus deseos y acompañarlos. Woody es mucho más que esos diagnósticos, es la metáfora de que sólo el deseo nos empuja para avanzar, aunque sea en busca de algo que parece no existir. ¿Acaso lo que “existe” tiene más valor? ¿De cuántas ficciones nos sostenemos a lo largo de la vida? ¿No somos acaso lo que creemos ser, en definitiva, no somos nosotros mismos una ficción, la versión que pudimos construir para ser “uno mismo”?

   Luego de ver la película me quedé pensando en mis padres, que ya están cursando la tercera edad, y en mi posición como hijo. Y también me quedé fantaseando en el vínculo que quisiera tener con mis hijos cuando sea viejo. En el arte, como en la vida, me atraen esos viejos “locos” que, como Eguchi, el personaje principal de la genial novela “La casa de las bellas durmientes”, de Kawabata, ancianos que no se abandonan, que insisten, que siguen buscando algo, un amor, alcanzar cierta belleza, o ir detrás de una ilusión. Personajes que no se quedan quietos, pasivos, donde los depositan los otros, sino que continúan luchando, persiguiendo algún que otro deseo.

   La vida concluye cuando se abandonan los sueños, cuando se deja de buscar, o cuando nos encuentra la muerte. Entonces quizá no importe tanto el resultado, o lo hallado, como sí el hecho de seguir andando. Al igual que Woody, busquemos, no sé si un millón de dólares, pero sí algún deseo que sea el motor para seguir apostando a la viva.