Néstor Kirchner fue el presidente que mejor gobernó, junto con Juan Perón, en los últimos cien años. Sus discursos eran emitidos con pasión y convicción. Con la sinceridad de un verdadero militante. Con el vigor del que no se arredra ante nadie. Con la modestia de quien se sabe destinado a liderar una tarea ciclópea. Hombre de la resistencia al imperialismo y de la integración y unidad latinoamericanas, intuyó que la justicia es el único camino de los pueblos a la paz.

Creía en “pedir lo imposible”.

El día que asumió, aquel 25 de mayo de 2003, tras decir “no se dará pliego de ascenso a ningún militar comprometido con la represión”, pasó drásticamente a retiro a 27 generales, 13 almirantes y 12 brigadieres. Dijo en su discurso: “Venimos desde el sur del mundo” y “los convocamos a inventar el futuro”. También: “Sabemos dónde vamos y sabemos dónde no queremos ir o volver”.

Luego marcó su diferencia con gobiernos previos: “Se intentó reducir la política a la sola obtención de resultados electorales; el gobierno, a la mera administración de las decisiones de los núcleos de poder económico con amplio eco mediático”.

Habló de otras reglas, “imponiendo la capacidad reguladora del Estado”, lo cual, tras la sumisión a las políticas del FMI de Alfonsín, Menem, De la Rúa y Duhalde, era una novedad. Lo refrendó al acotar: “Concluye en la Argentina una forma de hacer política y un modo de cuestionar al Estado”.

Aclaró: “Queremos recuperar los valores de la solidaridad y la justicia social”.

Desde ese perfil, les colocó un límite a los usuales reclamos de los poderes concentrados: “La seguridad jurídica debe ser para todos, no solamente para los que tienen poder o dinero”.

Para refrendar: “La igualdad educativa es para nosotros un principio irrenunciable”.

Se refirió a otros países: “El Mercosur y la integración latinoamericana deben ser parte de un verdadero proyecto político regional”. Y confesó: “Formo parte de una generación diezmada. Me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones a las que no pienso dejar en la puerta de la Casa Rosada”.

Tras dos semanas, el 19 de junio de 2003 tornó a extasiar a la sociedad al renovar la Corte Suprema de Justicia: “Queremos cambios profundos. No nos interesa conformar una Corte Suprema adicta”.

El canje de deuda (de la cual logró una quita increíble del 65 por ciento) ordenó la estructura de los pasivos del sector público y fue el primer freno de Latinoamérica a políticas recesivas del FMI. La deuda, reestructurada en dos tramos, normalizó el 92 por ciento del total de los pasivos impagos. Y se mejoró el perfil de los vencimientos, postergando las primeras cuotas de amortización del capital para el año 2024.

En sintonía con las políticas oficiales, el PIB creció desde 2003 a una tasa del 7 por ciento durante seis años. No fue casualidad. Kirchner desechó la idea de los halcones de cuidar el “déficit fiscal”, y aumentó el gasto público. La relectura que realizó del ayer y su afán de obtener justicia poniendo en presente un pasado escamoteado por la clase política, sorprendió a un país habituado al doble discurso.

El 24 de marzo de 2004, en un nuevo aniversario del golpe de Estado de 1976, le ordenó al jefe del Ejército descolgar del Colegio Militar de la Nación los retratos de los dictadores Videla y Bignone. Aseveró: “Nunca más tiene que volver a subvertirse el orden institucional. Es el pueblo argentino por el voto quien decide el destino de la Argentina”.

Y el 24 de marzo de 2006 dijo, deseando que la afirmación de la memoria, como un bien establecido, fuese una política de Estado: “En este propio Colegio Militar fueron secuestrados cadetes que luchaban por la vida y por la democracia. Por eso nunca más el terrorismo de Estado. Hasta acá llegó”.

Dos meses después, el Día del Ejército (29 de mayo de 2006), proclamó ante cientos de uniformados: “Que quede claro. No tengo miedo ni les tengo miedo”. Nunca antes un presidente civil se había atrevido a hablarles así.

Ese mismo año, tras abolirse las leyes de impunidad, se reabrieron los Juicios por la Verdad. Sabía Kirchner que aún faltaba un largo camino para arribar a la felicidad del pueblo. “Salimos del infierno y estamos en el purgatorio”, apuntaba con radiante claridad.

Se lo tildó de autoritario y no republicano. Pero dejó el poder con una imagen favorable del 70 por ciento, para que ese modelo inclusivo lo condujera Cristina, su compañera-militante desde los ’70.

Kirchner enfrentó sus propios miedos y los de una generación barrida por la cacería más inhumana que el país ha padecido. Miedo a los militares, miedo a la ruin gestión de las corporaciones, miedo a monopolios avaros. Los desafió a todos.

Le gustaba soñar el sueño de la vida. Pero no para una minoría. Procuró dominar al tiempo, con esa admirable “prepotencia de trabajo” que reverenciaba Roberto Arlt. Ni su salud ni el correr del reloj lo obligarían a claudicar. Nunca arrió sus banderas.

Personaje irrepetible, laborioso, combativo, más que a la felicidad personal aspiraba, heroico, a la justicia social. Su compromiso con el país tiene devotos e incluso otros pilares más sólidos de supervivencia: variados enemigos.

Pudo haber reposado. Eligió seguir peleando. Y cumplió el apotegma de Ernest Hemingway: “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”.

Sin embargo, no calló. Un indoblegable apego a la patria amada vivifica sus palabras. Palabras que, sin duda, subsistirán para siempre.

Esas palabras expresan el testimonio de un líder impulsándonos a repensar el sentido moral de la política. Política que en su visión no debería hacerse jamás contra el hombre. Kirchner imaginó, acusó y propuso con un lenguaje concreto, casi de barricada, que conllevaba la urgencia del estadista visualizando el futuro, y adquirió para el lector el valor de una ofrenda. Allí brilló y brilla el hombre que se juega.

Es difícil leerlo sin verse inducido a revisar las propias ideas. Supo, paradójicamente, que el lenguaje, como decía Roland Barthes, nunca es inocente. Por eso lo utilizaba como un estilete. Y hoy, cuando pululan los brutales adversarios, sus palabras cobran una dimensión visionaria, memorable.

El que vaya al encuentro de sus discursos es probable que recuerde a Wilbourne, aquel personaje del escritor William Faulkner: “Entre la pena y la nada, elijo la pena”. Porque la pena es más que la nada, significa vida.

Para todos.