Daniel Scioli fue el ganador indiscutible de las PASO del 9 de agosto. No se trata de un triunfo relativo como el de Macri, que ganó su interna y perdió con el Frente para la Victoria; o como el de Massa, que le fue menos peor de lo que se esperaba, pero perdió el liderazgo opositor con Macri; o como el de María Eugenia Vidal, que hizo una buena elección pero quedó 10 puntos abajo del Frente para la Victoria que, como se vio, fue el objetivo de un ataque despiadado de la prensa opositora poco antes de la veda.

Por lo que el hecho concreto es el triunfo de Scioli y del Frente para la Victoria, o sea, de las políticas de Estado de los últimos 12 años. Se trata de una victoria plena como fueron plenas las derrotas estrepitosas de Ernesto Sanz y Elisa Carrió, representantes del neoalvearismo radical y del pensamiento “ganso”, quienes concentraron con mayor intensidad el odio contra el Gobierno, llevándose una gran sorpresa al ver que ese fanatismo irreductible representa a una minoría ínfima.

De las hipótesis sobre la supuesta masa crítica (poco más del 60 por ciento) que habría votado en contra de Scioli y del Gobierno no hay mucho que decir salvo que, con ese razonamiento, hubo un 76 por ciento que lo hizo contra Macri, un 86 por ciento que lo hizo contra Massa, un 98 por ciento que lo hizo contra Carrió, etc.

Los derrotados recitan estos versos previamente escritos por las corporaciones mediáticas militantes que, en estado de desesperación, se aferran a una práctica de dudosa honestidad, con el propósito de hacer ellos la política de sus candidatos. No ha habido en la historia argentina –al menos no a estos niveles asombrosos de dependencia- momentos como éste, en los que la oposición política se reduzca a asumir como propias las directivas, el lenguaje y los intereses de la prensa dominante. Darle letra a la oposición es el trabajo de esa prensa, al tiempo que la oposición se presta al examen de repetir esa letra en voz alta, sin dirigirse a la sociedad.

El Frente para la Victoria está afuera de esa cultura. Tiene sus propias ideas y su propio lenguaje y le habla directamente a la sociedad, sin la intermediación capciosa de quienes desfiguran cada sílaba pronunciada por el Gobierno, mientras que condenan la cadena nacional justamente porque es un canal directo que vincula al pueblo con el Gobierno. El sueño incumplido de estos sectores es el de un país donde los integrantes de la minoría privilegiada sean los únicos con voz y voto. De otra manera, no se explica que desprecien el modo en que la democracia tiene de manifestarse, dándole más valor a los 5,3 millones de votos de Macri que a los 8,5 obtenidos por Scioli. Porque esa diferencia de más de tres millones de votos, casi del 40 por ciento entre ambos, fue bastante más grande que el electorado total de Córdoba o Santa Fe, las dos provincias más pobladas después de la de Buenos Aires.

Por supuesto que no están dadas las condiciones para que ese desprecio electoral, muy concreto en los hechos, sea además explícito. Lo que no quita que se vea con claridad el concepto que lo empuja. Que es, sin duda, una defensa conceptual del voto calificado. La idea de que un voto vale más que otro, y de que –por ejemplo- el voto de un economista que trabaja a sol y a sombra en pos de la devaluación vale más que el de una madre anónima que recibe una Asignación Universal por Hijo. Es lo que subyace en ese desprecio, que es más social que ideológico.

Los representantes actuales de la tradición conservadora argentina intentan disfrazar una y otra vez sus modalidades antidemocráticas bajo las palabras “cambio”, “gestión”, “gente”, pero nunca dejan de mostrar la hilacha que revela sus deseos profundos de vivir en un mundo donde la felicidad y la justicia sean sólo para unos pocos elegidos.

(*) Diputado de la Nación FPV.-