1) Cerrar filas contra el terrorismo islámico, condenar el ataque a la libertad de expresión y plegarse al discurso sobre la amenaza de los valores occidentales, puede ser una exigencia de estas horas y una peligrosa forma del desconocimiento. Condolernos generosa y auténticamente por estos recientes muertos, no debe impedirnos apreciar algo indiscutible: para Occidente no toda muerte merece ser llorada. ¿Qué digo llorada? Registrada, contabilizada, reconocida. Cualquiera puede advertir que si una convocatoria de la magnitud y el prestigio como la del domingo en París, hubiese ocurrido para detener los avances militares y lamentar honradamente los muertos en Gaza o en Irak, las proclamas de paz y respeto de estas horas gozarían de credibilidad y calarían más hondo en las conciencias de los pueblos cuyos mandatarios marcharon desde la Place de la République.

La omnipotencia irreflexiva de Occidente la hace desconocer su propia violencia, una violencia que le hace vivir sus invasiones y matanzas colectivas como actos de defensa, allí donde debemos apreciarlas como epifenómenos de algo aún más radical: la promoción a escala universal de sus particulares rasgos de identidad, como si esos trazos que definen la conciencia occidental fueran los únicos que hacen posible a un ser humano. Confundir el singular modo occidental de enfrentar las encrucijadas de la vida, con el fundamento de la civilización humana no ha traído, no traerá, sino tragedias. Y visto desde esta perspectiva, las modulaciones que exhibe la política europea, que van de la extrema derecha racista hasta las inscriptas en la tecnocracia liberal, no constituyen sino una mera diferencia de grado. Ambas posiciones coinciden en su convicción, con ligeros matices, de enunciar desde la cúspide de la Civilización, universalizando su particularidad como la única posible.

En este sentido, la declaración de un Vargas Llosa, por franca y brutal (al emitirse desde el énfasis de su posición colonizada), es representativa de una suerte de sentido común tristemente dominante: “Lo que pretenden con este asesinato colectivo de periodistas y caricaturistas es que Francia, Europa occidental, el mundo libre, renuncie a uno de los valores que son el fundamento de la civilización. No poder ejercer esa libertad de expresión que significa usar el humor de una manera irreverente y crítica significaría pura y simplemente la desaparición de la libertad de expresión, es decir, de uno de los pilares de lo que es la cultura de la libertad. Creo que Occidente, Europa, el mundo libre deben tomar nota de que hay una guerra que tiene lugar en su propio territorio y que esa guerra debemos ganarla si no queremos que la barbarie reemplace a la civilización” (El País, 9 de enero de 2015).

¡Cuánta violencia en la serie: “Francia-Europa occidental-el mundo libre-la Civilización” –así dicha, al correr de una pluma que cree describir con absoluta desenvoltura la esencia propiamente humana como una obviedad elemental! Pero cuánto más violento es lo que deja como resto del mundo: la barbarie…

2) Tal vez uno de los rasgos identitarios de la cultura occidental sea la crítica de los saberes milenarios, una crítica que va desde su interrogación profunda hasta el sarcasmo, desalojando de la escena toda evocación de lo sagrado. ¿Es realmente obligatorio que este rasgo cartesiano –si se quiere-, que constituye la racionalidad occidental, se deba imponer a todos, se deba aplicar a todo, sin que ello afecte el remanido “respeto a la diversidad cultural”? Como Occidente ha depuesto a sus dioses, y por ende puede someterlos a la crítica y a la sátira, y suponiendo que en ese procedimiento secular se afirma todo ciudadano libre y racional ¿es completamente seguro que ello habilite a ocuparse en los mismos términos de los dioses de culturas que mantienen otra actitud hacia lo sagrado? Sí, pero sólo si se cree arrogantemente que esa actitud es un signo de su atraso cultural y que, por ende, el ejercicio de la libertad de expresión no debe reconocer allí límite alguno.

Trato de explicarme sobre un tema árido, aun sabiendo que corro el riesgo de ser despachado como reaccionario: como para la racionalidad occidental no hay asunto más sagrado que su libertad de expresión –y Occidente sueña que es sinónimo de Humanidad-, cree tener el derecho de arrasar, montado en ella, con valores, con trazos identitarios, con prácticas culturales muy sensibles y estimados para otras comunidades que las han forjado por siglos.

Es el planteo de Tomás Abraham –en su artículo El doble peligro publicado en Clarín el domingo último-; allí señala como peligroso “el llamado a la precaución de quienes piden sentido común, mesura y prudencia cuando de creencias religiosas se trata”. Amparado en lo que constituye sus referencias culturales (Spinoza, Nietzsche, Voltaire, Rousseau, Giordano Bruno, Aristófanes, Rabelais “y los miles de librepensadores”) no puede ni considera necesario salir del universo conceptual de Occidente. Plantearse un límite de respeto ante las diferencias subjetivas del otro en los asuntos sagrados –y meditar seriamente qué consecuencias y qué obligaciones acarrea ese respeto- le parece algo inconcebiblemente peligroso, algo que “degrada a la humanidad y a nuestra capacidad de creación y curiosidad, sin las cuales seríamos gendarmes del alma”. Sopesemos convenientemente este argumento porque entiendo que encierra una agresiva falacia.

Occidente se cree la Humanidad. Esa premisa es el centro de una violencia despiadada, de la que –reitero- los bombardeos y las invasiones son sólo consecuencias.

Y en este sentido, puede impedírsele al xenófobo Frente Nacional de Le Pen que participe de la llamada Marcha Republicana, pero fue el Estado francés quien sancionó en 2011 una ley prohibiendo el uso de la burka y el niqab -vestimentas tradicionales de muchas mujeres musulmanas-, con una apelación al peligro que representa para la seguridad pública ocultar el rostro. El que diga que la promovió un gobierno de derecha como el de Sarkozy, se olvida que la convalidó por amplia mayoría la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos con sede en Estrasburgo. Ahora bien, si llegara a ser cierto, como trascendió, que los servicios secretos del Líbano y Argelia habían anunciado el ataque yihadista a la revista parisina y Francia no las tuvo debidamente en cuenta, las prohibiciones sobre la vestimenta serían un mal chiste. Salvo que –como todo chiste- transmita alguna verdad: que Occidente percibe como inminente peligro, la sola posibilidad de que un importante conjunto humano muestre en sus narices otra forma de vivir, de vestirse o de adorar a sus dioses. (A lo sumo, podrá tolerarlo, en dosis mínimas y en misión turística, como exotismo).

Similar prohibición (por iguales invocaciones a la seguridad) recayó sobre la construcción de minaretes (las torres de las mezquitas musulmanas) en territorio suizo, a instancias de un referéndum propiciado por el SVP-UDC –el xenófobo Partido Popular de Suiza-, que no sólo alcanzó la mayoría de los votos helvéticos, sino que fue convalidado en 2011 por la citada Corte Europea de Derechos Humanos de Estrasburgo.

3) Estoy tratando de plantear que la oscura señal de la atmósfera de intolerancia racial europea no la están dando sólo los discursos de los partidos políticos abiertamente xenófobos, ni sus despiadados militantes que castigan extranjeros por la calle, sino las prácticas políticas de aquellos partidos de la centralidad liberal europea –si en ese espacio se incluye hoy día a aquellos que declaran su antipatía formal a la xenofobia, pero alistan sus tropas para diezmar medio Oriente o África, guardar silencio sobre los cientos de miles de muertos o promover leyes que prohíban los signos de la presencia de otra cultura en el seno de Occidente. Porque este punto de máxima diferencia es, al fin de cuentas, lo repulsivo, lo que la racionalidad occidental siempre quiso extirpar de su horizonte: privar al Otro de su otredad –como dijo hace poco el psicoanalista Zizek-. Aceptarlo sí, quizás, a medias y sólo a condición de que el otro decline todas sus marcas subjetivas que lo hacen auténticamente otro: sin chamal o chiripá, sin burka ni niqab, sin Kafiyyeh (¿recuerdan al congresista republicano por Louisiana, John Cooksey, pregonando apartar de los aeropuertos al que llevara "un pañal en la cabeza y una cadena de transmisión enrollada a su alrededor”), sin minaretes ni mezquitas, sin los harapos y barbas que tanto aterraban a Sarmiento en las hordas del Chacho Peñaloza.

Termino: se dirá que estos grupos fundamentalistas islámicos reclutan a sus militantes merced a un inmenso poder económico. Sea, pero también es cierto que el dinero no logra congregar voluntades sino encabalga en poderosos motivos que tocan alguna fibra muy vibrante e íntima de la humanidad. Me refiero a que no se pueden devastar los trazos singulares que representan a un sujeto –sus creencias religiosas, sus vestimentas, su lengua, historia y tradiciones-, sin esperar el siniestro retorno de ese mensaje arrasador.