Hace ya muchos años el sexo le era extraño. No quería exponerse más, se sentía rota. Su soledad se pudo sostener hasta que sucedió Lucas. Una noche él le robó un beso en la puerta, semanas después tomaron un café. El beso, esta vez, fue en el comedor.

Él sabía. Ella, de noche, lloraba sola.

La tercera vez todo se descontroló en el sillón y los dos temblaron. Su bulto, duro y amenazante, latía mientras la lengua recorría su cuello. Confundida y caliente, Sofía moría de pánico. Con una suavidad exagerada él comenzó a tocarla. Era bueno en eso y los fantasmas del SIDA se habían ido por un rato.

Ya en la cama, le chupó las tetas con dulzura y ella le bajó el cierre con un movimiento rápido. El pene de golpe se alzó, gordo y venoso y ella tocó la cabeza con la punta de su lengua. Él se erizó en un suspiro. Lo llenó de saliva y luego de ponerle incómodamente el preservativo, dejó que la penetrara.

“Tengo miedo”, susurró. “Yo no”, respondió Lucas.

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