Qué pena absurda dolerse por la partida de alguien que no conocí, que ni siquiera sabía de mi existencia. Qué absurdo pesar que se arraiga en el abrazo no dado, en las miradas que nunca se cruzaron, en las manos que nunca se estrecharon, en las palabras que no van a decirse. Qué injusto, quizá, para tanto muerto conocido y no llorado. Pero qué difícil no sentirme así. Y ni siquiera se me ocurre un motivo por el cual no debería sentirme así. Quizá, lo absurdo sería justamente lo contrario.

Y el riesgo de caer en el abismo de lo autorreferencial está cada vez más cerca. Cuando sufrimos, salir de uno mismo se hace cuesta arriba, complicado: tenemos que subir nuestro dolor como Sísifo su piedra por la montaña. También podemos elegir no hacerlo, y quedarnos ahí, bajo la cobija de esa ausencia.

Por ahora me debato en la pena egoísta de saber que voy a extrañarlo mucho, que voy a echar de menos saber que estaba ahí, esperar el milagro del día que pudiera conocerlo. Qué tristeza más cruel aquella que añora lo que nunca va a pasar.

Pero, ¿cuántas personas aparecen de una u otra manera en nuestras vidas y la cambian para siempre? Tenía 13 años, un trabajo pésimo y a Cien años de Soledad en mis manos. Me aferré a los Buendía como el náufrago a la providencial tabla que cruza el mar inmenso. El amor a las historias ya había sido sembrado por mi mamá mucho tiempo atrás, pero con Gabriel García Márquez el mundo cambiaría de forma, la vida representaría muchas más cosas, los sentimientos tendrían muchos otros nombres. El universo entero despertaría ante mí, y me mostraría desde lo que un hombre triste recuerda frente a un pelotón de fusilamiento, hasta lo que es saber de la condena de la soledad, que no da segundas oportunidades en esta tierra. Es que la imaginación desaforada contagia.

Las palabras y las frases de esas páginas cavarían trincheras en mi memoria y darían muchas batallas. Y aprendería que volver a un libro, después de muchos otros libros, siempre, a veces arrastrando los pies cansada, es como volver a casa. Y al hogar se vuelve, tarde o temprano.

Entonces, ¿cómo no llorarte con congoja, Gabo? Te debo las ganas de leer, la necesidad de leer. Te debo las ganas de escribir, la necesidad de escribir. Gabo, te debo tanto, te debo casi todo.

Y te debo el coraje de pararte frente al mundo en el año que nací, y contarles cuán vivos estamos en nuestra Latinoamérica a pesar de las dictaduras, las matanzas, a pesar del hambre y la miseria, todo aquello impuesto desde arriba. Y les dijiste con la voz cargada de las voces que no podían hablar, que “Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte”.

Con el compromiso solidario que te llevó a recorrer Cuba del brazo del amigo Fidel, a apoyar los gobierno populares de toda América y a despreciar a los neoliberales, a los déspotas y tiranos de los que también escribiste, con la Patria Grande latiendo en tu pluma, imaginaste una quimera y ante el mundo europeo exigiste con firmeza:  “Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”. Tu momento más grande, al servicio de los sólo serían oídos allí mediante tus palabras.

No puedo despedirte del todo, porque voy a buscarte pronto en algunos de tus libros y sé que voy a ser bienvenida. Algún día podré recorrer las calles de Cartagena que aprendí a querer por tus descripciones. Visitaré Macondo, si, algún día visitaré Macondo, ésa aldea que supo empezar con 20 casas de barro y cañabrava, construidas a orillas de un río de aguas diáfanas. Ése sitio que antes de llamarse así, se llamó Aracataca, y es donde viniste al mundo.

No puedo dejarte ir así, no puedo dejarte ir y punto. El más grande entre todos nuestros grandes, el inmenso. El maestro, el compañero.

Más de 30 años después de ese discurso en Estocolmo, seguimos en pos de esa utopía y es allí donde me planto y te saludo, y te agradezco por tanto y te prometo leer, escribir y luchar porque enseñaste tanto que algo tenemos que haber aprendido. Y que el amor de Florentino y Fermina, ése que dura para toda la vida, nos lleve hasta la victoria, Gabo, hasta la victoria siempre.