En 1945 y con el objeto de promover la industria peletera en Tierra del Fuego, el gobierno del entonces presidente Juan Domingo Perón importó desde Canadá 50 castores para ubicarlos en Tierra del Fuego.

Pasaron 70 años y, al no tener depredadores naturales, como ocurre en la América del Norte, aquellas 25 parejas de castores liberados en las orillas del río Claro, en la Isla Grande, hoy son una plaga.

Según estimaciones, la población total de castores en Tierra del Fuego alcanza los 150 mil ejemplares, superando a la población de la isla, de 134 mil habitantes.

Semejante cantidad de animales amenaza la riqueza forestal de la zona, ya que son capaces, como ingenieros hidráulicos naturales que son, de acabar con seis hectáreas de bosques nativos anualmente.

Con sus construcciones, ensanchan arroyos y ríos e inundan las riberas de los mismos, anegando zonas, haciendo que los árboles se pudran y erosionando el suelo.

El peligro, sin embargo, no se ciñe al presente, porque los castores suelen tener entre tres y cuatro crías por año, haciendo que cada año y medio la población se duplique, lo que implica una progresión geométrica del problema.

El problema es de tal envergadura que, en 2011, la Argentina firmó con Chile un convenio de erradicación, dado que, con esa progresión, se teme que los castores invadan también la Patagonia hacia el norte.

"Es esperable que la invasión llegue a Bariloche", indicó al respecto Christopher Anderson, biólogo de Conicet, para quien "está comprobado" que el castor también puede habitar ambientes sin árboles, como la estepa patagónica.