La palabra y la lectura
Por Mario Oporto (*)
El Encuentro Federal de la Palabra que finalizó el domingo 20 de abril fue un espacio amplio, quizás el más amplio hasta ahora de los que se dedican a difundir y a analizar el lenguaje, que apuntó a innovar la tradición de eventos culturales de gran escala.
En primer lugar, por el espacio en el que sucedió, Tecnópolis, concebido integralmente para desarrollar programas culturales, a diferencia de aquellos otros que se alquilan para realizar esos programas de manera esporádica. La oferta de Tecnópolis es diaria, promueve las visitas periódicas de escuelas de todo el país y es de acceso libre y gratuito. Además, en sus pabellones pudieron encontrarse tanto la presencia de culturas de los pueblos originarios como de las últimas vanguardias de la tecnología. En ese rango, que va de lo antiguo a lo actual, se concentra de algún modo la maqueta de lo que la Argentina desea ser, de aquello que no olvida y de aquello otro con lo que sueña para su futuro.
Pero en el caso específico de esta propuesta, el logro más notorio fue el de darle a la palabra una consideración amplia. La importancia de la palabra no sólo se reduce al prestigio que le ha dado el libro. Un prestigio que muchas veces se justifica en los hechos, pero otras veces no, porque todos sabemos que hay libros cuya calidad deja mucho que desear y que sólo se justifican por la industria que los impulsa como meros objetos de consumo.
El Encuentro Federal de la Palabra, además de darle a la palabra el sentido que le corresponde a sus funciones múltiples, también fue federal. Los argentinos, y éste es un rasgo de nuestra riqueza, tenemos una lengua llena de especificidades, torsiones y músicas diferentes según la geografía en la que se la hable. El acento del altiplano y el registro verbal de un taxista porteño difieren no sólo en el modo en que suenan. También lo hacen en cuanto al repertorio conceptual que los pone en marcha. El primero se relaciona con los paisajes silenciosos del Norte; el segundo, con el frenesí de las calles de una megaciudad. La información que corre por la memoria y las percepciones de ambos hacen que cada cual esté –literalmente- en un mundo aparte respecto del otro, pero ambos están en la Argentina.
La lengua es una organización complejísima de palabras escritas, habladas, cantadas. Sin olvidar que nuestra historia puede contar, desgraciadamente, varios períodos que se destacan por el modo en que las palabras fueron censuradas o, directamente, silenciadas. Todas esas variantes estuvieron presentes en este Encuentro.
Pero lo más extraordinario del evento, además de la multiplicidad, fue la horizontalidad. Todas las manifestaciones de la lengua funcionan en un mismo nivel. No hay jerarquías, no hay ninguna demostración de poder de una lengua respecto de la otra. No hay “clases” de palabras. Por eso la palabra del vicepresidente de Bolivia, Alvaro García Linera, pudo convivir con un festival de stand up, con una clase magistral de periodismo dictada por Víctor Hugo Morales o con la intervención de un alumno curioso.
No hay que extrañarse del formato amplio del Encuentro Federal de la Palabra, del que un periodista desinformado dijo que era una Feria del Libro paralela respecto de la que se hace cada año en la Ciudad de Buenos Aires. Y no hay que extrañarse porque es una idea de la Presidenta, quien hace unos años logró que el Congreso despenalizara el delito de calumnias e injurias, además de impulsar luego la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. La libertad de expresión y el derecho concreto a ejercerla es una política de Estado en apariencia invisible, pero que hoy puede verse cuando vemos a cada ciudadano –y no sólo a los “profesionales” de la palabra- decir lo que quiere, sobre lo que quiere y en el modo en que quiere.
(*) Diputado de la Nación FPV.-

El Encuentro Federal de la Palabra que finalizó el domingo 20 de abril fue un espacio amplio, quizás el más amplio hasta ahora de los que se dedican a difundir y a analizar el lenguaje, que apuntó a innovar la tradición de eventos culturales de gran escala.

En primer lugar, por el espacio en el que sucedió, Tecnópolis, concebido integralmente para desarrollar programas culturales, a diferencia de aquellos otros que se alquilan para realizar esos programas de manera esporádica. La oferta de Tecnópolis es diaria, promueve las visitas periódicas de escuelas de todo el país y es de acceso libre y gratuito. Además, en sus pabellones pudieron encontrarse tanto la presencia de culturas de los pueblos originarios como de las últimas vanguardias de la tecnología. En ese rango, que va de lo antiguo a lo actual, se concentra de algún modo la maqueta de lo que la Argentina desea ser, de aquello que no olvida y de aquello otro con lo que sueña para su futuro.

Pero en el caso específico de esta propuesta, el logro más notorio fue el de darle a la palabra una consideración amplia. La importancia de la palabra no sólo se reduce al prestigio que le ha dado el libro. Un prestigio que muchas veces se justifica en los hechos, pero otras veces no, porque todos sabemos que hay libros cuya calidad deja mucho que desear y que sólo se justifican por la industria que los impulsa como meros objetos de consumo.

El Encuentro Federal de la Palabra, además de darle a la palabra el sentido que le corresponde a sus funciones múltiples, también fue federal. Los argentinos, y éste es un rasgo de nuestra riqueza, tenemos una lengua llena de especificidades, torsiones y músicas diferentes según la geografía en la que se la hable. El acento del altiplano y el registro verbal de un taxista porteño difieren no sólo en el modo en que suenan. También lo hacen en cuanto al repertorio conceptual que los pone en marcha. El primero se relaciona con los paisajes silenciosos del Norte; el segundo, con el frenesí de las calles de una megaciudad. La información que corre por la memoria y las percepciones de ambos hacen que cada cual esté –literalmente- en un mundo aparte respecto del otro, pero ambos están en la Argentina.

La lengua es una organización complejísima de palabras escritas, habladas, cantadas. Sin olvidar que nuestra historia puede contar, desgraciadamente, varios períodos que se destacan por el modo en que las palabras fueron censuradas o, directamente, silenciadas. Todas esas variantes estuvieron presentes en este Encuentro.

Pero lo más extraordinario del evento, además de la multiplicidad, fue la horizontalidad. Todas las manifestaciones de la lengua funcionan en un mismo nivel. No hay jerarquías, no hay ninguna demostración de poder de una lengua respecto de la otra. No hay “clases” de palabras. Por eso la palabra del vicepresidente de Bolivia, Alvaro García Linera, pudo convivir con un festival de stand up, con una clase magistral de periodismo dictada por Víctor Hugo Morales o con la intervención de un alumno curioso.

No hay que extrañarse del formato amplio del Encuentro Federal de la Palabra, del que un periodista desinformado dijo que era una Feria del Libro paralela respecto de la que se hace cada año en la Ciudad de Buenos Aires. Y no hay que extrañarse porque es una idea de la Presidenta, quien hace unos años logró que el Congreso despenalizara el delito de calumnias e injurias, además de impulsar luego la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. La libertad de expresión y el derecho concreto a ejercerla es una política de Estado en apariencia invisible, pero que hoy puede verse cuando vemos a cada ciudadano –y no sólo a los “profesionales” de la palabra- decir lo que quiere, sobre lo que quiere y en el modo en que quiere.