Ayer partió de Madrid uno de los primeros vuelos de repatriación de argentinos desde el aeropuerto de Barajas, Madrid. Llegué a la terminal con barbijo y guantes además de una buena dosis de ansiedad y temor por tener que viajar en medio del brote de la pandemia en Europa.

Barajas no es Barajas. Todos los locales cerrados, casi todos los mostradores vacios, y las pantallas de vuelos desiertas. Cuando los argentinos nos reunimos en la puerta de embarque el comisario de abordo nos reunió y dio unas emotivas palabras que ya daban una extraña sensación: estábamos más cerca de casa.

España está desconocida. Los casos de coronavirus aumentan sin cesar. Desde hace casi una semana rige el estado de alerta y salir a la calle está restringido a situaciones muy puntuales. El encierro de la mayor parte de la población cumple una semana y parece que la cuarentena se va a extender más de una quincena.

El vuelo a casa partió antes de lo previsto. Durante todo el viaje se les habló a los pasajeros para contenerlos ante los miedos que provoca estar hacinados durante el distanciamiento social. Todos, sin falta, completaron la declaración jurada. E incluso se los llamó uno por uno a quienes dejaban algún casillero sin completar.

Cuando llegamos a Ezeiza se desembarcó de a grupos de treinta personas y hubo que esperar el tiempo correspondiente a que sanidad chequeara que no hubiera pasajeros con sintomas evidentes de coronavirus. Ya en el aeropuerto se monitoreó la temperatura corporal y se entregaron folletos informativos sobre la enfermedad.