- ¡Pero que querés si es un pecho frío! – gritó como para que todos lo escucharan.

Fue una de las tantas expresiones que tuve que escuchar durante toda la tarde.

- ¡Es un PE  CHO   FRÍÍÍ   OOO! – volvió a repetir por si alguien no lo había escuchado bien.

La posibilidad de disfrutar un partido de la selección Argentina, durante el Mundial de Brasil, junto a familiares desconocidos fue sencillamente una experiencia que jamás olvidaré.

Uno muchas veces trata de preservarse. De no ir a esos lugares donde sabe que la va a pasar mal. O pésimo.

Pero, a veces, los compromisos nos juegan una mala pasada. Esas “obligaciones” te hacen decir “SI”, cuando en realidad pensás “NI EN PEDO”.

Y ahí estaba yo, dando vueltas como un tigre enjaulado. Atrás de todos, inquieto. Molesto diría en realidad. Fuera de mi hábitat.

La cosa había empezado temprano. Picada, aperitivos y fernet.

Toda la previa fue en un clima festivo, coronado de chistes y apuestas sobre cual sería la diferencia de goles que tendríamos contra los iraníes. Los más moderados decían 3 a 0. Imaginate.

Para cuando llegaron las empanadas y el vino, más de uno estaba un poquito puesto. Alguno más de la cuenta, como Enrique.

Empezó el partido y la ansiedad por los goles no se hizo esperar. Los diez directores técnicos que había en el living de la tía Enriqueta ya estaban desesperados dando indicaciones. Todos salvo Honorato, que entre la sordera y la edad avanzada no terminaba de entender qué estaba pasando, por qué estaban todos tan locos. Solo atinó a decir algo sobre la clase que tenía como goleador Stábile, pero nadie le dió mucha pelota.

Para cuando terminó el primer tiempo, la desilusión se peleaba con la molestia para ver quién dominaba el ambiente. Ahí fue cuando aparecieron tímidamente los primeros insultos.

El entretiempo fue breve. Parecía que estábamos en un boliche, haciendo fila para entrar al baño. El vino y la cerveza habían hecho estragos en más de uno. Los ojos de Enrique miraban sin ver.

Durante el segundo tiempo no pude escuchar nada bueno de los que estaban frente a la tele. Es más, hasta había algunos que se lamentaban porque Irán se perdía goles.

Mientras Honorato roncaba estruendosamente desparramado en un sillón, Enrique se transformaba en un barrabrava en potencia. Colorado tirando a rojo furioso, su rostro era una paleta de matices.

Su cuello mostraba la tensión de las cuerdas vocales cada vez que abría la boca, de donde la poesía había dejado de habitar hacia rato. Las barbaridades sobre los jugadores y sus familiares hubieran hecho sonrojar al mismísimo Tano Pasman.

Me di cuenta de que estaba sobrando. Trate de recordar dónde había dejado la campera para proceder a la fuga. Extrañaba todo. Mis amigos, el bar, el café frío…

Fue ahí, justo ahí cuando Matilde preguntó - ¿Messi está jugando? -. Fue el acabose.

Enrique se paró abruptamente y totalmente enajenado le respondió a los gritos:

- ¡Claro que está jugando… está jugando… hace noventa minutos que está jugando..! – y ahí nomás arremetió – ¡Pero que querés si es un pecho frío! – gritó como para que todos lo escucharan.

- ¡Es un PE  CHO   FRÍÍÍ   OOO! – volvió a repetir por si alguien no lo había escuchado bien.

- ¡Querés calmarte Enrique! – le exigió la tía Enriqueta.

Honorato se despertó por el griterío. Yo aproveché la situación para ponerme la campera y enfilar para la puerta. El café con masas quedaría para otra oportunidad.

Abrí la puerta de calle y un haz de luz me encegueció. Fue en ese mismo instante en que el sonido de una ola me abrazó.

Cerré la puerta un instante después de que Enrique gritara con lo último que le quedaba de voz – ¡Messi sos un genio… sos un genio…te amo... ylareputamadrequeteparió…!!!

El bar estaba lejos, pero la tarde estaba hermosa. Ideal para caminar bajo el Sol.

Buenas noches.