Es la narración inolvidable de un gol extraordinario. Que se puede escuchar ene veces y las lágrimas brotan como la primera vez. Es que el fútbol cuando es bien jugado es un arte, un espectáculo único. Un ballet que enamora a la pelota, esa casquivana que siempre se deja seducir por el talento. Ese talento que vio Méjico en aquél junio inolvidable encarnada en ese petiso retacón de una inteligencia natural que es la que  moviliza a esa izquierda sublime.

Vivíamos el tercer  año de la democracia surgida de una derrota militar. El gobierno de Alfonsín cumplía su promesa y había sentado en el banquillo de los acusados a los miembros de las primeras juntas militares. Un gran gol de la historia. El equivalente político de esos dos goles del Pelusa de Villa Fiorito, ahí donde ese chiquilín diariamente consumaba  sus gambetas para sortear la marca a presión de la pobreza. Ahí donde disfrutaba de la presencia de ese sobrio y equilibrado padre y de esa madre que se descomponía a la hora de la comida para que alcanzara la comida que escaseaba para Diego y sus hermanos. Y ese 22 de junio, el petiso retacón, siempre solidario con sus compañeros, consumaría la hazaña de hacer dos goles, uno con la mano que pareció un cabezazo y el otro, el que agotó todos los adjetivos. Ese que es al fútbol el equivalente a lo que es el Moisés de Miguel Ángel en escultura, o El entierro del Conde de Orgaz de El Greco en pintura, comparable a la perfección de Borges en literatura, o a la precisión y belleza de una película de Ingmar Bergman.

Los dos goles merecían desde el micrófono un relato acorde  a la magnitud de las jugadas. Y ahí estaba Víctor Hugo que para ser reconocido como el más grande relator de este continente no necesita que se mencione el apellido. Con la precisión de su golpe de vista que vio lo que pocos habían visto aun mirando la jugada varias veces por televisión, la mano, esa picardía del potrero, esa que no se adquiere en los libros ni se aprende en la universidad, como pedir a los compañeros que lo abracen y así presionar para dar por válido el gol, mientras los jugadores ingleses le protestaban al árbitro. Y en el segundo gol que empieza en su propio campo con un pase de Enrique y desparrama jugadores ingleses en un pique habilidoso a gambeta desplegada, enamora treinta años después, porque cada repetición no es un replay sino el incunable original. La zurda dibuja en el césped inglés y desde una cabina un uruguayo al que no se le escapa en su pulcro lenguaje una sola muletilla, dice cuando Maradona arranca a 52 metros del arco de Peter Shilton: “ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona” Ahora está a 39 metros del arco inglés y el relator se le ocurre decir “arranca por la derecha el genio del fútbol mundial y deja el tercero y va a tocar a Burruchaga, siempre Maradona, Genio, Genio, Genio, ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta   GOOOOOOOL, GOOOOOOOOL.  Y las adjetivaciones de barrilete cósmico o de que planeta viniste. En la cancha Diego recordaba, y vengaba simbólica y deportivamente a los chicos caídos en Malvinas, cuando habían transcurridos 4 años y 8 días de aquél oscuro 14 de junio de 1982. En la cabina, Víctor Hugo se conmovía por los mismos motivos, a lo que sumaba su triunfo personal sobre la sección deportes del diario Clarín, la primera batalla triunfal de un conflicto prolongado e inconcluso, en la ya superada contienda entre bilardismo y menottismo.

Treinta años después, el segundo gol de Maradona se embellece en cada repetición. Y como homenaje a aquella obra maestra, su sucesor Leonel Messi consumó un 21 de junio una pieza de colección: en un tiro libre, desde treinta metros del arco, la colocó en el ángulo que cuidaba el arquero yanqui sin que pudiera llegar a ese lugar inaccesible.   

 Con sus numerosos claros oscuros, el 10 le sigue haciendo un túnel a la vida, un taco a lo políticamente correcto, una rabona a lo que no le perdonan que el negrito de Villa Fiorito, siga siendo leal a sus orígenes. Que nos haya regalado emociones imborrables y fundamentalmente una emoción que se renueva y ya es eterna.