Tener que tragarse sapos es un dicho que sentencia al consumidor a una ingestión desagradable. Pero también al sapo, al que se condena a liderar la tabla de posiciones de animales feos y asquerosos. Se podría argüir que la rata, la cucaracha, el gusano e innumerables bichos de la fauna acuática y terrestre podrían competir en fealdad con el sapo. Pero es a este batracio al que le ha tocado ese papel ominoso cuyo hábitat metafórico suele concentrarse en la política. Bastante injustamente. Ya que no hay que descartar otras circunstancias y disciplinas tragonas de sapos. Degustación a la que, la leyenda, le atribuye más paladares aquiescentes o de resignación, que de rechazo.

El dicho tiene orígenes y fuentes disímiles. No es este el lugar de determinar cuál es el menos dudoso o más inauténtico. Todos son resbalosos como la piel del sapo. ¿Por qué el sacrificio no es tragarse una babosa o una rata, sino un sapo? Quizás por su semejanza a la rana, que sí es gustosamente comible. Y entonces podrían ambos confundirse en el sarteneado. O quizás porque su deslucida estética de ojos saltones y vestuario amarillo verdoso es de una fealdad grotesca, que da risa y asco. Pero la advertencia de tener que comerse un sapo- a veces en plural- estigmatiza al animal, tanto como al sujeto que lo ingiere y al que actúa como bocado en el lugar del sapo. Anoto como curiosidad que en San Vicente, provincia de Buenos Aires, en  los años setenta cundía una leyenda acerca de un sapo fantástico. El periodismo y los medios de la época se ocuparon de ese animal nunca visto, cuyo croar supuestamente estridente preanunciaba un tamaño descomunal. La leyenda de que en la laguna de San Vicente habitaba el sapo más grande de la tierra apuró expediciones de búsqueda sin resultado. Dado el significado político de esa localidad hay quienes pensaron que ese era el lugar indicado para un monstruo del tipo lago Ness extraordinario que nadie llegó a ver. Lo que sí vimos, vemos y veremos es a pueblos del mundo continuando con esa asqueante costumbre gastronómica. A veces se tragan sapos por amor, otras por obligación u obediencia; pero también se los traga por necesidad, por hambre, lo que desespera a comer cualquier cosa. En la Argentina cada vez se comen menos. La prueba es que últimamente muchos se quejan solo por tener que comerse uno que otro sapito ideológico o partidario, sin darse cuenta, ingratos, que antes se comían sapos tamaño elefante.

Como ser: comandantes en jefe, generales, sindicalistas, líderes políticos, jueces que eran batracios en masa, obispos de tendencia saponil, y hasta periodistas glotones de sapos- y de incitar a ingerirlos- que recién ahora son desenmascarados como saperos y ya todo el mundo lo sabe. No es que se hayan extinguido. Siguen pero en minoría y ya expuestos con su piel verdosa llena de lodo. Y su croar deprimente. Los sapos ya no son invisibles a la inteligencia ni a la intuición popular. Los paladares, en democracia, se acostumbran a la exigencia degustativa. No le basta a un aspirante a líder o a gobernar simular ser una ranita de zanja cuando es un tremendo sapo de albañal. Aunque todavía subsistan marchas de comensales antiguos reclamando en defensa de los sapos. Pero en cada marcha suman menos y porque son menos se sienten empujados a hincharse como sapos y se vuelven grotescos. Los resultados de elecciones van demostrando que los más grandes y notorios, por más aspaviento que hagan inflando el buche, son elegidos paulatinamente por un número menor de comensales. Es improbable que los sapos no sigan participando de nuestra ingesta. Pero ya no en su carácter de monstruosos. Hoy considerar tragarse uno que otro sapito es más leve. Aunque hay disconformes que insisten en no tener que tragarse ni uno y así es como siempre se quedan con hambre ilusionados en un menú sin sapos, que nunca puede cumplirse. Además, ninguno de nosotros, cualquiera sea su papel en la vida, esta exento de ser considerado sapo en la mala digestión de alguien.   

Ya en tono personal me permito hacer memoria para determinar mi balance de sapos injeridos. No consigo o no quiero identificarlos nombre a nombre. He votado muchas veces, y no he votado también muchos años. Pero debo haberme tragado cada sapo grande que mejor no acordarme. Ahora ya no. Hasta he logrado la pericia de sublimarlos. Y he dejado de oír a quienes señalan y denuncian como si fueran sapos a pequeños sapitos. Cuando se está saciado de buena comida algunos se vuelven melindrosos. Y serían capaces de clausurar la comida si no es pura como ellos exigen.  Pero los sapos desagradables que todavía persisten están en el otro menú, el de comensales atrasados o antiguos. 

Nuestra actual carta gastronómica argentina, es federal y popular, y ha mejorado sus sabores. Los ha autenticado. Por eso los mejores y más importantes platos del menú los elegimos nosotros. Sin monstruos, sin sapos; solamente con algún sabor a sapito.