Los sin techo que “subviven” en las calles y plazas de una gran ciudad tienen la impudicia de mear y cagar a cielo abierto. Y de copular, pedorrear, vomitar y excretar por donde camina el aseado vecindario.  Duermen entre cartones y trapos y bajo la niebla o la escarcha. Y encogidos y entremezclados bajo la tibieza pulguienta de varios perros.  Se enjuagan las axilas y el trasero en el agua helada de una fuente o de un bebedero. Picotean el desayuno de los cestos de residuos de los locales de comidas. Y si se les da por fumar recogen del suelo puchos ya consumidos. Para ellos es más abstracción un cambio de muda, que el cambio climático. No sueñan con un jabón de tocador porque ya no lo recuerdan. No sueñan, solo tienen pesadillas. La gente se asquea viéndolos por ahí tirados, sin decoro. Hasta borrachos y en familia apiñados por el frío, alardeando con su hedor ser dueños de las calles. Y encima hay que esquivarlos cuando piden estirando sus manos sin aseo ni perfume. Los buenos vecinos y mejores votantes, que no votan ideologías populares demagógicas,  desvían higiénicamente la mirada. Lo que más los afecta no es saber cómo esos pordioseros subviven. Sino tener que verlos.