“La televisión no tiene la obligación de decir la verdad, sino entretener”, esta es la sentencia final de la película de Robert Redford “Quiz Show: el dilema”, nominada a 4 premios Oscar en 1994. El argumento de esta película es bastante sencillo (y hoy nos resulta familiar): en un programa de preguntas de fines de los años 50 llamado “Veintiuno” (auspiciado por Geritol) los productores les dan las respuestas a ciertos participantes, porque ellos (y no otros) con su personalidad suben el rating del programa. Cuando una de estas personas empieza a perder popularidad buscan a otro participante para otorgarle ese beneficio. Un joven abogado del Congreso inicia un juicio y logra condenar a un par de productores (nunca se llega a tocar a los dueños de las empresas) y, en definitiva, incluso los “culpables” son liberados porque se llega a la conclusión de que la televisión no tiene ninguna obligación de decir la verdad. La película está basada en un caso real.

Hoy en día ya no cabe ninguna duda de que es así. Todos aquellos que se sienten a ver un programa de televisión y crean que lo que sucede del otro lado puede ser verdad, son como el Quijote en el retablo de Maese Pedro, quien creyó que los títeres eran reales y destruye el teatro y a los muñecos para salvar de los moros a Melisendra.

La televisión no es otra cosa que una nueva forma de ficción, de teatro, de cine: la televisión es un espectáculo al que no se le puede exigir ninguna verdad.

Que el conductor, actor y productor Gerardo Sofovich sepa todas las respuestas (y dé largas explicaciones con intenciones enciclopédicas) en el programa “Los 8 escalones” ha dejado de ser entretenido; ya no importa si la producción le da las respuestas o tan sólo las preguntas antes de los programas (aunque está muy claro que sucede lo primero), sino que el programa ya ha dejado de ser entretenido. En búsqueda de una verosimilitud (característica que cualquier ficción debe tener y que no tiene nada que ver con la veracidad, sino que sólo es aquello que tiene que parecer verdad, aunque no lo sea) han tratado de buscar variantes: incluso en un momento los participantes llevaban las preguntas y ahí Sofovich quedaba desprotegido, abandonado por sus secuaces. En los últimos programas la producción cambió de estrategia: ahora lleva a grupos de personas, generalmente jóvenes, sin demasiado conocimiento enciclopédico (jugadores de rugby, modelos o actrices, madres con sus hijos o mujeres mayores cuyo título es ser peritos mercantiles recibidas en el colegio de señoritas, allá por 1956). Gerardo Sofovich, convertido en el “cuco” del conocimiento para jóvenes y viudas, ya no divierte. Juega con las cartas marcadas de una forma muy evidente: porque cuando dice no saber usa una lógica extraña que también acierta, porque enumera objetos hasta 6 pero dice 7… y acierta, porque mira a la distancia (allá atrás de las cámaras) agacha la cabeza, hace que piensa… y acierta; porque sabe por igual (siempre y cuando la pregunta sea de la producción) de cine, literatura, filosofía, biología, genética, geografía, medicina, antropología, física cuántica y cuantas ciencias que uno ha sentido nombrar alguna vez en la vida y las que uno nunca escuchó también. “Los 8 escalones” aburre y es fundamental para el canal del Grupo Clarín que ese programa funcione, porque tanto los sábados como los domingos tiene que dejarles la audiencia a los programas de operación política de la empresa: “Cenando con Mirtha Legrand” y “Periodismo para todos” de Jorge Lanata.

Ambos programas de Canal 13 tienen la doble finalidad de ser entretenidos y de operar políticamente contra el gobierno argentino, a quien han declarado su enemigo número 1. Lejos están estos dos programas de decir la verdad. Puede resultar que a uno entretenga más la mesa con invitados de la señora de los “almuerzos” y sus preguntas incómodas y a otros espectadores le divierta más el stand up de Lanata, el montaje transformado en “informes periodísticos” y las imitaciones de los domingos en el falso PPT.

Nada de lo que sucede en estos programas es verdad. Son recreaciones ficticias de supuestos elaborados por políticos opositores o de la misma producción del canal. En las abstracciones, en las situaciones intangibles, incomprobables en el imaginario del receptor, funcionan de forma verosímil (una parte de algo real y un gran condimento de ficción); pero en los datos duros, cuando tratan de mostrar pruebas o hacer recreaciones, las inconsistencias las convierten en burdas parodias: bóvedas que se abren para adentro sin las medidas ni las verdaderas capacidades, peso irreal del dinero, planos engañosos, como las estructuras del holandés M. C. Escher.

Los televidentes que crean que son reales y verdaderas las respuestas del director de espectáculos Gerardo Sofovich, o las preguntas de la actriz Mirtha Legrand o las acusaciones del showman Jorge Lanata, son tan inocentes como el Quijote en el retablo de Maese Pedro, pero mucho más peligrosos aún que la reacción del señor al que se le secaron las seseras por leer libros de caballeros andantes porque quienes crean en estas historias, en vez de destruir y golpear a títeres pueden salir a incendiar edificios públicos y a querer matar —como un acto noble de caballería— a funcionarios del gobierno.