Para mí el nombre de Sabella venía junto con otros nombres: Gottardi, Trama, el Tata Brown, Russo, Gurrieri, Gugnali, Ponce, Craviotto… Me asaltó una gran emoción cuando escuché que con Sabella estaba Camino. Y a mí me gustaba Camino, aunque nunca supe si era tan bueno como era de inspirador su nombre. Ellos fueron los últimos jugadores que me aprendí del equipo Pincharrata, que viene a ser mi equipo. Ahora busco en internet y veo que son del Estudiantes del 83, que salió campeón. Cosa que no recordaba para nada. Son años de olvido y desidia futbolera.

Así es mi relación con el fútbol, intermitente, inconsistente, rara, y apasionada durante los mundiales. En ese sentido alguna vez dije que compartía con el género femenino ese entusiasmo que aparece cada cuatro años y que después se convierte en fastidio por tanto fútbol cotidiano, y por el excesivo e incomprensible entusiasmo ajeno.

Y así cada cuatro años vuelvo a descubrir que el fútbol me interesa, me emociona, pero no lo disfruto. Que mirar al equipo por el cual uno hincha es una manera de sufrir, de angustiarse, de estresarse. Que la alegría del triunfo es más parecida a un alivio que a una alegría. Ganar es salvarse de haber perdido. Ganar es evitar el oprobio y la humillación. Y sé que la tristeza de la derrota se vive con una frustración tan terrible y oscura que la desconozco en otros aspectos de mi vida.

También descubrí que ser de Estudiantes, aún con la baja intensidad con que ejerzo ese “ser”, viene acompañado con una ética futbolera que quizá no sea la más virtuosa. Uno asume que ciertas prácticas no demasiado elegantes para con el contrario son una parte inescindible del juego, que el caño y la patada son el ying y el yang de esta disciplina. Y mi ser pincha también hace que me fastidien los moralistas del fútbol, esos que dicen disfrutar del juego limpio, la gambeta, los dibujos armoniosos y que terminan citando al “ballet”, como metáfora de lo que debería pasar dentro de una cancha. Entonces pienso que en el ballet nadie pierde, nadie llora, nadie se abraza con locura, nadie se rompe la garganta en un grito, nadie se moja y se congela en una tribuna, nadie peregrina durante horas para llegar o irse.

Como pincharrata tengo un problema: no detesto a Gimnasia. Es más, soy consciente de que en La Plata –de donde traigo mis genes- el Pincha es River y el Lobo es Boca. Y sí tengo por River sentimientos indefinidos aunque claramente malos. Pero eso es otra cosa. En cambio Gimnasia me cae bien, no me gusta cuando le toca irse al descenso y no estaría mal que algún día logre su soñado campeonato. Todo esto mientras no juegue con nosotros. Ahí sí quiero que que se vayan perdiendo por seis goles o por dieciocho, y que sientan la odiosa frustración de ser derrotados por su némesis de toda la vida, con la –esa tarde- gloriosa, magnífica y espléndida camiseta a rayas rojas enfrente.

Por lo general creo que el fútbol está sobrecargado y saturado de significaciones. Se le pide que sea un ejemplo de otras cosas: de la vida, de la justicia, del amor, de la guerra, de la amistad, de la salud… A lo mejor está bien que lo usemos como papel donde escribir otras cosas más importantes, pero no sé si es justo que en sí mismo deba cargar con tanta responsabilidad filosófica, moral y social. El periodismo deportivo ha colaborado con esta sobreexigencia. Quizá porque el mercado lo ha obligado a discurrir todos los días de la semana y durante varias horas sobre fútbol. Y en pos de estas exigencias, por lo general los periodistas se dedican a encontrarle decenas de defectos, errores y espantos interminables. Me tocó alguna vez compartir un programa de radio con Gonzalo Bonadeo, por quien siento respeto y cariño, y lo recuerdo contando siempre cosas malas sobre el fútbol. Que la mafia de la reventa, que la mafia de los pases, la mafia de los clubes, la mafia de la AFA, la mafia de la FIFA, la mafia de los barrabravas, la mafia de los trapitos, la mafia de la policía, la mafia de los clubes. Y cuando se acababan las mafias venían los malos partidos, los malos arbitrajes, los malos horarios para jugar, los malos estados del césped, los malos jugadores, los malos estadios, los malos DT, los malos directivos, los malos socios, los malos torneos, los malos sistemas de puntos, y más. Recuerdo que aprovechaba a cargarlo a Gonzalo y le preguntaba si nunca había pensado en dedicarse a algo que le diera alegría y satisfacciones en vez de tanta indignación y amarguras. Sé que exagero con esto, pero sólo exagero, no invento.

Mis conocimientos sobre el juego son mínimos, erráticos y defectuosos. Pocas veces acierto si es falta o el tipo se tiró, demasiadas veces dudo si la pelota entró o pegó en la red por afuera, difícilmente vea si un jugador está en orsai (palabra tan linda y que se ha perdido por un mal entendido afán de cultura), y suelo ver cosas que nadie ve: como que Romero jugó mal, cuando todo el mundo dijo lo contrario certificando mi error.

Y al mismo tiempo, más o menos rápidamente me voy dando cuenta cuándo Messi está ubicado demasiado atrás, cuándo habría que dejar de tirar centros por arriba, cuando Gago está mal. Empiezo a darme cuenta de que Mascherano es el motor del equipo, o me avivo cuando están cansados, puedo discernir quién pone garra y baja como loco para defender todas las pelotas, y hasta en una epifanía futbolística grité el gol de Di María un segundo antes de que pateara ¡porque lo ví! Y claro que como no tengo más referencias que las de estos pocos partidos no sé cómo juega cada uno de ellos, ni sus virtudes ni sus falencias, con lo cual ignoro absolutamente cualquier virtualidad que pudiera significar un cambio de jugadores. Así que esas especulaciones me son ajenas.

Mañana juega nuestra selección y ya estoy dispuesto a sufrir hasta el desconsuelo más profundo. Pero también estoy preparado para desgañitarme gritando goles como un ridículo, con una vincha y una bandera argentina atada a mi espalda en el comedor de unos amigos. Comedor y amigos que ahora son cábala porque ahí vimos ganar a la selección contra los belgas. Y quiero que la Argentina gane, pero más temo que la Argentina pierda y me ataque ese duro malestar en el estómago, y después ese volver a casa por la ciudad silenciosa y desgarrada.

Esto es todo lo que puedo decir sobre el fútbol. Que cuando termine el mundial volveré a olvidarme de que soy pincha, y me olvidaré de nuevo de aquellos muchachos que en alguna de la escasa media docenas de veces que pisé una cancha ví jugar mientras saltaba sobre un tablón de madera que rebotaba emocionante y peligroso como un juego de plaza: Gottardi, Trama, el Tata Brown, Russo, Gurrieri, Gugnali, Ponce, Craviotto, Camino y Sabella.