Cuando el jueves 1 de diciembre de 1887, el detective Sherlock Holmes y su amigo y cronista, el doctor John H. Watson, hacen su primera aparición pública en el Strand Magazine de Londres resolviendo el complicado caso de Estudio en escarlata, ya nada será igual, para ellos, para su creador Arthur Conan Doyle, para el Strand, y, por sobre todo, para los lectores.


Doyle era un médico que abandonó su carrera para dedicarse a escribir. Había publicado unos pocos cuentos hasta que, en 1886, pergeñó una historia de detectives, género que, en rigor, aún no existía como tal.


Estudio en escarlata es seguida tres años después por La señal de los cuatro, donde los personajes principales quedan definitivamente delineados. Es aquí que el recientemente viudo John Watson, conoce a la señorita Mary Morstan, la futura señora Watson, y cuando Holmes se muestra como un misántropo, frecuente consumidor de cocaína con fines recreativos o, dicho en sus propias palabras, para paliar el insuperable aburrimiento que le provocaban las cosas de la vida.


El joven doctor Doyle, por su parte, había cerrado su consultorio casi antes de abrirlo y ya no volvió a dedicarse a la medicina, excepto cuando una terrible epidemia de tifus diezmó a las tropas inglesas en el transcurso de la guerra anglo-boer.


Vivía en una casa de las afueras de Londres, entregado a su afición al espiritismo y sus novelas históricas, con algunas escapadas al drama y hasta a la revista teatral. Sherlock Holmes y el doctor Watson, entre tanto, iban ganándose la simpatía y el interés de los lectores. Gracias a ellos, Doyle no sólo había conseguido romper la dura cáscara de la nuez del éxito como escritor: había logrado también abrirse camino en el mundo literario londinense, y alternaba con sus grandes autores, desde Meredith hasta Jerome K. Jerome.


Alentado por el éxito de público y un contrato con el Strand Magazine, Doyle concibió una serie de doce historias independientes basadas en el mismo personaje central.


Ya en la primera de ellas, “Escándalo en Bohemia”, aparece una figura femenina muy significativa, capaz de perturbar a Holmes y desatar la imaginación de los fanáticos: Irene Adler, “La mujer”. No es una villana, sino una mujer engañada que toma revancha del rey de Bohemia, por haberla seducido y luego abandonado debido a su condición social inferior. Los lectores simpatizaron con ella de inmediato, identificándose con su causa y hasta el propio Watson se manifiesta “avergonzado” de conspirar en su contra. La femineidad de Irene es irresistible y provoca la pérdida de la habitual perspicacia de Holmes, a tal punto distraído de su objetivo que, por primera y única vez extravía la pista del caso.


Los seguidores de Sherlock, irremediables románticos, sostienen que, más tarde, cuando el detective desaparece misteriosamente durante un tiempo, se reencuentra con Irene, tal vez en Montenegro, tal vez en Estrasburgo, y sostienen un romance, fruto del cual Irene tendrá un hijo, que dará a luz en su hogar familiar de Nueva Jersey.


Una vez que el Strand terminó de publicar esas primeras historias, el público demandó más, «Vuelven a darme la lata pidiendo más relatos de Sherlock Holmes –escribió Doyle a su madre–. Me he visto obligado a ofrecerles una docena por la suma de mil libras esterlinas, y espero muy sinceramente que no acepten mi oferta.»


El Strand aceptó sin chistar y al entregar los nuevos relatos, luego agrupados en Las memorias de Sherlock Holmes, Conan Doyle pasó de golpe a ser el autor mejor pagado de Inglaterra en aquel tiempo.


Sin embargo, a medida que la popularidad de Sherlock Holmes iba creciendo, se hacía más hondo el aborrecimiento que el autor sentía por él: tenía sudores de muerte y terribles exasperaciones de tan sólo pensar que debería seguir devanándose perpetuamente los sesos para inventar nuevos trucos e ideas con que nutrir la voraz personalidad de su personaje. Para peor, era asediado con una enorme cantidad de correspondencia, de un tenor que muchas veces lo llevó a dudar de la salud mental de sus lectores.


Por fin, Arthur Conan Doyle se decidió: mataría a Holmes, y esta vez no le valdrían las protestas de su madre.


Un día el de abril de 1893 surgió en su cerebro la manera de cometer el homicidio. Hacía muy poco que con su esposa acababan de regresar de una excursión por Suiza. La catarata de Reichenbach había producido profunda impresión en su ánimo. Quien se despeñase allí...
Doyle interrumpió la lectura del libro que estaba leyendo, tomó pluma y papel y escribió a su madre: «Llevo mediada la última de las novelas de Holmes, en la que este caballero desaparece para nunca más volver. ¡Me fastidia hasta su nombre!»


Después de despeñar a Sherlock Holmes en el abismo, sir Conan Doyle respiró. ¡Se había librado del súcubo!


Lo que no tomó en cuenta es que el público se tomaría el asunto a la tremenda. Miles de airadas cartas de protesta llovieron sobre el escritorio de Doyle, muchas acusándolo de asesino, si bien unas cuantas traían palabras de condolencia. Al tiempo que en el Strand los lectores publicaban avisos fúnebres en memoria de su héroe y en Londres muchos transeúntes vestían de luto, la familia real manifestó oficialmente su consternación por la muerte del notable personaje.


No sería la primera ni la última vez que una obra de ficción apasionaría a sus lectores,  pero nunca antes ni después un personaje adquiriría la entidad, la encarnadura, la existencia real que adquirió Holmes. Y no, justamente, por la voluntad del autor: el fenómeno Sherlock Holmes, tal vez el mayor mito del siglo XX, fue obra exclusiva de la imaginación de los lectores.


Pero Doyle se mantuvo impertérrito, hasta que en 1901 dio con la idea de una historia que necesitaba de un detective. ¿Y para qué inventar uno, si ya disponía del mejor?
Fue así como Holmes regresó en El sabueso de los Baskerville, aunque sin resucitar: la historia está situada en un momento anterior a su desaparición en Reichenbach. El éxito fue estrepitoso y Doyle comprendió que su monstruo se resistía a morir.


Fue así que en 1903 Holmes reapareció ante un perplejo Watson en “La aventura de la casa deshabitada”, impasible como siempre, como si nada hubiera pasado. Desde entonces hasta 1927, las historias de Holmes totalizan 56 cuentos, agrupados con posterioridad en cinco volúmenes, y cuatro novelas, mientras Doyle proseguía con las obras “serias”, en la actualidad completamente olvidadas.


En cuanto a Sherlock en sí, Doyle siempre negó su existencia y a diferencia de la mayoría de los escritores, jamás se preocupó demasiado por darle credibilidad a sus historias, a las que, con indignación, muchos creyeron encontrarles contradicciones e inconsistencias.


Ya desde que el Cambrigde Review publicara una “Carta abierta al Dr. Watson” echándole en cara ciertas discordancias de El sabueso de los Baskerville, tanto desde las páginas del Strand como en los claustros universitarios y las publicaciones afines, el público en general y prestigiosos académicos despotricaron por las contradicciones y “errores” del Dr. Watson, considerado un cronista desatento y chapucero. Pero el doctor consiguió granjearse sus defensores: muchos críticos observaron que su reticencia a brindar más información de la que el lector necesita para comprender la historia, bien podía deberse a un muy desarrollado sentido de la discreción, el pudor y la caballerosidad, tan propios de la era victoriana.


No han sido sólo los escritores los que imaginaron encuentros entre Holmes y contemporáneos cuya existencia real estaría documentada (como Oscar Wilde, Sigmund Freud o Jack el Destripador): una investigación del Servicio Secreto del Imperio Otomano demostró, en 1920, la presencia de Sherlock Holmes en Constantinopla, cumpliendo una misteriosa misión al servicio de la corona británica.


Hasta el final de sus días Arthur Conan Doyle soportó la llegada de una incesante correspondencia en la que los lectores expresaban la necesidad, y a veces la exigencia, de conocer al famoso detective, lo que habla a las claras de su talento como escritor, capaz de convertir en un ser creíble a una personalidad tan sorprendente. O por el contrario –sostienen algunos– se trató de un escritor tan malo como para volver inconcebible al mejor detective de la historia.


Bien mirado el asunto ¿alguien cree encontrarse en condiciones de establecer en este caso cuál es la verdad verdadera?