Hay un virus que circula por el mundo y se transmite con suma facilidad. Quienes lo contraen, lo padecen de diversas maneras. Ocurre que los extremos se manifiestan a la vez, ya que algunas personas no sienten nada, o sienten poco, y otras mueren. Decenas, miles.

Lentamente en algunos sitios, y a ritmo vertiginoso en otros, las camas de hospitales, clínicas y sanitrios se van ocupando. Hay gobiernos que hacen poco, algunos nada. Otros hacen mucho. Incluso logran anticiparse al desastre sanitario que azota a otros países en diversas latitudes. Con medidas certeras contienen brotes y consiguen el glorioso tiempo que se precisa para reconstruir el deteriorado sistema de salud, para asegurarse que quienes necesiten cuidados, los tengan.

Porque de eso se trata. De cuidarnos, de proteger lo más preciado: la vida. Y eso que veníamos de ser testigos del desmantelamiento del Estado. Todavía no hace ni un año que este gobierno recibió en sus manos un país arrasado, quebrado y endeudado, empobrecido, desesperanzado. Sin Ministerio de Salud. Ni de Trabajo.

Pero volviendo al virus, hay patologías previas que complejizan muchas situaciones y hacen que esta lucha contra una pandemia sea aun más difícil. Hoy, tener o haber tenido enfermedades respiratorias, oncológicas o cardíacas, por citar algunas, nos pone en un nivel de riesgo superior a la media, de la misma manera que las y los adultos mayores se ven más expuestos que quienes gozan de juventud y lozanía.

Pero hay otras enfermedades previas que no sólo complican más la ardua batalla contra el Covid-19, sino que aun con camas, respiradores y personal de salud disponible, brotan y brotan, como si esta debacle mundial no fuera el peor desastre de la Historia contemporánea del planeta, sino un invento populista dirigido a molestar y cercenar libertades individuales. Esas patologías previas son el odio, la irresponsabilidad, el egoísmo y la ignorancia, que resulta siempre un condimento que se repite en la Receta Gorila. Después, le agregan otras cosas, baten un poco, y ya tienen un cacerolazo por algo.

Pero quienes padecen odio e ignorancia ni siquiera tienen la capacidad de empezar a reconocer ciertas diferencias que han significado salvar las vidas de miles de argentinos y argentinas. Aunque parezca simple: si Alberto no hubiera actuado con velocidad y responsabilidad soberana, el sistema sanitario habría colapsado hace meses.

Ocurre que hay quienes confunden cuidados urgentes y necesarios con sometimiento. Piden libertad a los gritos, trepados a algún monumento, demostrando así la improcedencia de reclamo semejante. Exponen su irresponsabilidad con el desparpajo que tanto gusta a la muerte, que por estos meses mastica con furia. Y no distingue: puede llevarse a alguien que haya aplaudido a la siniestra Patricia Bullrich, y también puede arrebatarle a la vida a una mujer que hace verdad el milagro de la multiplicidad de los panes en un comedor barrial.

Quizá, quienes claman libertades que ostentan, desconozcan a tal profundidad la ausencia de derechos esenciales, como los que dicen reclamar, porque han gozado de privilegios toda la vida. Y les es ajena la injusticia, la profunda, la cruel: hay tantas personas dando la vida para que otras y otros coman, se curen, sufran un poquito menos, que no sé si alcanzará la vida de quienes sobrevivan esta pandemia para sobreponerse al desconsuelo de ver cómo tantos y tantas caen y perecer, por amor.

Aun así, estamos produciendo una vacuna contra el Coronavirus. Contamos con los dedos de una mano a los países que ya pueden decirles a sus ciudadanos y ciudadanas cuando podrán inmunizarse contra este flagelo brutal. Pero aun no hemos logrado protegernos de ese desprecio por el otro, por la otra. Ese que a veces ocupa algunas baldosas de nuestras calles, oliendo a rancio. Ese tan dañino odio que tiene tanto que ver con el miedo.