Así como el olvido es la muerte definitiva, estamos verdaderamente aislados cuando nadie nos escucha. Si abrimos la interacción de la escucha atenta, de las palabras que van y que viene como una mateada, nos contenemos y podemos rescatar nuestra humanidad aplastada por los problemas. En el diálogo puede suceder el encuentro aunque estemos lejanos. Las palabras nos acercan. En este tiempo marcado por el aislamiento, propongo retomar el dialogo para atendernos, no para entendernos. Una madre que me solicitó tratamiento, me adelantó que su hijo tenía diagnosticado “déficit atencional”; pero en el curso de las sesiones pudimos comprobar que eran los padres, atormentados por sus propias vidas, quienes no le prestaban atención al niño. ¿Cuántos síntomas tiene que construir el sufriente para que alguien lo registre, lo escuche?

   La mayoría oye, pone piloto automático al parloteo que viene del otro lado. La capacidad de escuchar tiene otra dimensión. La escucha se afina, porque es un instrumento. Se trata de poner verdadera disposición, estar conscientes del valor que tienen las palabras que se van hilvanando para armar un decir. Cuando hablamos, y alguien nos escucha sin interrumpirnos, nos sentimos valorados, iluminados por la presencia desprendida del que escucha. El que habla concede algo de su ser interior. Si el que “escucha” no está bien predispuesto, las palabras dichas por el que habla caen en el abismo del olvido. Escuchar es adoptar. Cuando ponemos verdadera atención en la escucha, guardamos en la memoria las palabras que hemos adoptado de quien nos ha confiado, en su decir, una porción de su ser.

   Cuando nos entrelazamos a través de las palabras, renacemos del encierro que ahoga y del silencio que enferma. Hubo tribus en las que castigaban al condenado prohibiéndole al resto de la comunidad hablarle y nombrarlo; así era desterrado del campo de las palabras, empujado a morir en el silencio y la indiferencia. Todo lo contrario sucede cuando le hablamos al sufriente, donde la palabra sana y muchas veces salva. El diálogo profundo y atento, humaniza. Cuando nos escuchamos y valoramos nuestros decires, existimos en esa interacción única iluminada por el diálogo. Freud, en un texto de 1905, relata la escena en la que un niño le pide a su tía que le hable porque tiene miedo en la oscuridad. “Pero de qué te sirve, si no puedes verme”, señala la tía. Y el pequeño responde: hay más luz cuando alguien habla.

    Que la luz del diálogo rescate nuestra humanidad de las oscuridades del aislamiento y del silencio que se parece al olvido.