Cuando salgo de la tele y enciendo la radio del auto, Carlos Polimeni me recuerda que hace casi 40 años Héctor Germán Oesterheld era secuestrado por un grupo de tareas. El hombre que tanto nos inspiró a tantos con su historia de la invasión a la ciudad de Buenos Aires. Esa epopeya que encuentra a cuatro amigos jugando al truco, una noche en que todo es atacado desde el cielo por copos de una nieve mortal. Juan Salvo, el dueño de casa, decide entonces salir a luchar contra los invasores, cuando ni siquiera sabe quién es, ni de qué se trata el enemigo. Pero no es Juan Salvo el héroe, y esto lo repetimos siempre, porque Oesterheld quiso dejarnos bien en claro que el grupo de amigos, y después otros que se les suman, son el verdadero héroe que lucha contra ese invasor tantas veces superior en fuerza y en tecnología y en medios de todo tipo. Extraterrestres con rayos devastadores, máquinas capaces de provocar alucinaciones colectivas, animales gigantes comandados a distancia, y un aparato que le pinchan en la nuca a las personas y con el cual las convierten en autómatas teledirigidos. Contra todo eso lucha Juan Salvo y sus amigos en la ciudad de Buenos Aires, para liberarla de los extraterrestres, para evitar convertirse en esclavos sin voluntad ni consciencia, esclavos de unos seres que no se ven, que nunca aparecen en la historia. Porque el verdadero poder no se ve ni se conoce nunca. Sólo se sabe que el poder y quienes lo ejercen están ahí, detrás de sus colaboradores. Los que hacen el trabajo rústico ya sea a sueldo o extorsionados, por interés o por miedo. Como el miedo que mata a los Manos que están controlados por los Ellos: los que mandan, los verdaderos dueños del miedo. Y entonces pensé en la Buenos Aires de Oesterheld. La solidaria y valiente ciudad donde amigos y vecinos se reúnen para combatir a un enemigo incalculablemente poderoso. Juntos, amigos, compañeros, camaradas de armas en aquella aventura donde la muerte y el dolor forjan lazos de solidaridad profunda. La amistad y la lealtad como personajes centrales de una historia con derrotas épicas y con algunas victorias. La ciudad por la que Juan Salvo y sus amigos pelean está tan viva ahí que parece cierto que los Gurbos (o serían los Cascarudos) embisten contra las fuerzas argentinas sobre el césped de la cancha de River. Una batalla ganada esa. Y así hasta que un día de abril del 77 se llevan a Oesterheld del chalet de tejas donde habló con Juan Salvo. Se lo llevan para matarlo en el Vesubio. Y también desaparecen a sus cuatro hijas tan jóvenes y tan lindas. Y los extraterrestres tienen instalado su cuartel general enfrente del Congreso, debajo de una burbuja indestructible. Desde ahí manejan a los Manos que a su vez manejan a los bichos gigantes y a los hombres capturados, después de colocarles los Teledirectores en la nuca. Hace pocos meses los asesinos del Vesubio fueron castigados con la pena de cadena perpetua por sus crímenes crueles, miserables y eternos. Porque no prescriben. Y al final Juan Salvo tratando de manejar la nave para escapar, toca algo equivocado y cae en una dimensión paralela y no para de viajar por el tiempo: “Soy el Eternauta, el viajero de la eternidad”, le dice a Oesterheld aquella noche en que se le aparece en su casa. Para cuando esto ocurre la ciudad de Buenos Aires ya no existe. Fuerzas de otros países decidieron tirarle una bomba atómica para terminar con los Ellos que estaban debajo de la cúpula indestructible. Pero cuando cae el misil que viene de otro continente, los Ellos, los verdaderos invasores, ya se han escapado en una nave. Y el Eternauta le cuenta todo esto a Oesterheld en su casa, porque en su naufragio dimensional apareció en el pasado, y la nevada mortal todavía no ocurrió. Y todavía no jugó al truco con sus amigos, ni luchó en la batalla de la General Paz, ni explotó Buenos Aires. Esta misma ciudad donde el domingo hubo elecciones y no ganó Juan Salvo. Ganó el partido de un hombre que hace un par de años dijo “El Eternauta definitivamente no entra a la escuela y no entra ningún tipo de manipulación, ni de adoctrinamiento”. Y habilitó una línea de teléfono gratuita para que cualquiera pudiera denunciar el adoctrinamiento de niños. Después el hombre se desdijo, y resultó que lo que definitivamente no entraba en las escuelas era el Néstornauta. Se había confundido, explicó. La infeliz polémica quizá la haya enterrado un señor Miguel Braun, igualmente infeliz, director ejecutivo de la Fundación Pensar, think tank del PRO, que dijo  “El Eternauta era un burgués de Vicente López que hubiera votado a Macri”. Después de eso, no había nada que agregar. Por fin el ministro de educación pudo reflexionar, y por eso volvió a reivindicar el teléfono para denuncias porque era bueno para espantar militantes. Y todo esto fue antes de que Juan Salvo entrara en la dimensión paralela Contínum 4. Todavía no cayó la nevada mortal sobre Buenos Aires, y los Ellos recién empiezan a preparar la invasión para que Oesterheld pueda escribirla, en su chalet de Vicente López, una noche de estas cuando sea el año 1959. Cinco años antes de mi nacimiento. Para que yo cuando tenga la edad que tengo, conozca la verdadera historia de la nevada mortal y los argentinos que lucharon contra aquel invasor poderoso. Para poder recordar a Oesterheld y sentirme menos solo cuando nos gobiernen unos ridículos personajes de historieta.