Si bien muchos se ha avanzado, el reconocimiento de los orígenes exclusivamente sociales de las identidades subjetivas de mujeres y hombres obtuvo legitimidad académica recién en los años 80, consecuencia de la prolongada y dura lucha de los movimientos feministas en todo el mundo. Pero este esfuerzo conceptual y metodológico realizado para distinguir construcción social de biología se desvirtúa en pos de los modelos, producto de relaciones de poder estructuradas, que se crean en torno a la diferencia entre los sexos. Aún hoy cuando los modelos culturales respecto del género y la familia se han flexibilizado, los sentidos o significaciones siempre han introducido un orden jerárquico en el que se sobreentiende la subordinación de las mujeres.

Cuando hablamos de femenino y masculino, el concepto se refiere a la asignación  social diferenciada de responsabilidades y roles.  Esta asignación depende de la cultura, hábitos y estereotipos sociales que definen funciones y tareas de acuerdo al sexo. Implícita, y a veces explícitamente, en el marco de la cultura aun vigente, el hombre es el proveedor del hogar y por ende se lo asocia al mundo del trabajo productivo, en el espacio público; por el contrario, la mujer es la encargada de las tareas del hogar, del trabajo reproductivo, la educación y protección de los hijos, quedando relegada al espacio privado. El universo binario de conductas esperadas conjuga un modelo convencional predominante concebido como forma de organización natural antes que como producto de la acción social.

Lo importante a visibilizar en la perspectiva de género es que la relación de poder es fundante. La constitución de la identidad femenina como dominada y la masculina como dominante se produce en términos de la dinámica de poder, un poder constructor de subjetividades, que implica también la violencia, tanto material como simbólica. Esta última forma de violencia representa el mecanismo fundamental de reproducción social del orden, por medio de la inscripción de lo social en las cosas y en el cuerpo, y la consecuente aceptación tácita de la realidad. En este sentido la dominación masculina constituye la forma paradigmática de violencia simbólica, que ya no funciona en el marco de la voluntad, sino en los hábitos.

La concepción de la maternidad como natural es en este sentido una de las representaciones sociales más eficaces y duraderas de la historia. Me refiero a la noción de maternidad como la identidad femenina valorada socialmente y una sujeción de la mujer al rol reproductivo. Desde esta perspectiva la facultad de rechazar la maternidad es un acto de emancipación que erosiona y quiebra la identidad conformada por las relaciones de género dominantes.

Y aquí es donde entra la problemática social del aborto. La concepción de la maternidad / paternidad, funciona como un dispositivo de poder sobre los cuerpos que opera a través de restricciones y prohibiciones. En cuanto a la decisión de las mujeres de practicarse un aborto, tiene gran influencia en ella la palabra del hombre. Esto plantea un conflicto social de interpretaciones y libertades aún no resuelto, ya que si bien la mujer es la dueña de su cuerpo y así se reconoce, el hombre considera, y además es considerado, con el mismo derecho a decidir.

Es básico el hecho de que la discriminación contra la figura de la mujer es contradictoria a los Derechos Humanos y el respeto hacia la dignidad humana, y por ello genera dificultades para la inscripción de la mujer en diversos ámbitos de la dimensión política, social, económica y cultural de la sociedad. En la actualidad el simple cumplimiento real de los derechos nombrados, así como la extensión del derecho a la información y las instancias de diálogo facilitarían la existencia de las mujeres no solo como ciudadanas, sino como madres y trabajadoras.

Es fundamental considerar que el aborto existe como hecho social y se manifiesta de forma tal que quiebra toda frontera entre clases sociales, aunque siempre quienes corren riesgos son las mujeres de bajos recursos. Debe comprenderse la situación actual teniendo en cuenta que la legalización del aborto no generaría un incremento en la cantidad de abortos realizados, sino que permitiría la realización segura de la práctica. En este sentido la penalización del aborto constituye un hecho de violencia simbólica y estructural sobre la mujer. Disputar esa forma de exclusión silenciada por las instituciones y conquistar un derecho juzgado por gran parte de la sociedad por efecto de  imaginarios sociales conservadores y religiosos, así como intereses creados a su alrededor, significa no sólo luchar por la emancipación de la mujer, sino además aproximarnos a la sociedad democrática e inclusiva que aspiramos ser.