La oposición, la yunta, civilización y barbarie alude, claro, a un texto clásico de la literatura nacional, el Facundo. Sarmiento lo escribe contra Rosas, urgentemente, durante su exilio en Chile en 1845; quiere explicar la barbarie argentina y para eso propone “estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que los forman, buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones populares”. No estaría mal tomar esta indagación en un sentido inverso: pensar cómo este texto termina consolidando costumbres y tradiciones nacionales. Tal vez aquello que concebimos como la subjetividad contemporánea argentina le deba mucho más de lo que supone a esta obra.

Digamos de este libro algo anecdótico –si se quiere-. Su capítulo inicial quiere explicar –con referencias científicas de segunda mano, muchas veces contradictorias y extravagantes- la barbarie y el atraso por las condiciones geográficas; de ahí, su detallada descripción del suelo pampeano. Pero resulta que cuando Sarmiento lo escribe no ha pisado en su vida ese territorio; no salió jamás de las provincias de Cuyo. Repetimos: los que han estudiado seriamente el asunto anotan que recién observa la pampa “con sus propios ojos” –si vale la expresión- cuando llega a Buenos Aires con el ejército de Urquiza siete años después. De modo que cabe la pregunta: si nunca estuvo allí ¿desde qué lugar escribe y explica “la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un pueblo”, que considera efecto de una tierra que nunca vio?, ¿desde dónde concibe los “caracteres, hábitos e ideas que engendra” una tierra que nunca pisó?

Una respuesta: las descripciones de la pampa y los seres que la habitan no las escribió “por pura intuición” –como admite luego-, sino extrayéndolas de crónicas de viajeros extranjeros (principalmente, del inglés Francis Head y del capitán de Marina Joseph Andrews), que observaron esta tierra y su bestiario con su sistema de valores, repugnancias y profundas incomprensiones.

Entonces, qué paradójico resulta que un libro fundante de la narrativa nacional, una obra que “ha dado la estructura mental al país” (como dice Noé Jitrik), Sarmiento lo haya escrito desde la perspectiva de viajeros extranjeros. Este gran relato sobre nuestra deplorable y atrasada condición nacional, se escribió adoptando el punto de vista de aquellos extranjeros que establecieron con nosotros una relación de dominación. De lo que se deduce que el colonialismo no es sólo la extracción de riqueza y el control territorial, sino fundamentalmente describir y apreciar el país y su gente desde la posición del colonizador. Cuando hoy día nos preguntamos cómo vastos sectores de la población pueden votar políticas que no producen en ellos sino quebrantos y favorecen intereses ajenos, deberíamos tener presentes esos viejos y eficaces mecanismos coloniales. De ahí que el enorme gesto emancipatorio implique considerarnos desde lo más real de nuestros intereses y condiciones, y ya no desde aspiraciones ideales y ajenas.

El Facundo es un texto violento; tal vez su tesis principal  –la que plantea como condición de ciudadanía, la eliminación de los trazos culturales de la mayoría de la población-, choca notoriamente con cierta autopercepción argentina sobre una identidad esencialmente pacífica, con el mito sereno del “crisol de razas” y la carencia de conflictos raciales. La obra de Sarmiento desmorona esta idea, desde Facundo hasta Conflicto y armonía de las razas en América (1883), donde su furor positivista –ligado al naciente racismo científico- le hace aborrecer la originaria mezcla de sangres al plantearla como causa de los males sudamericanos. Cuánto y de qué modo incidirá la palabra de Sarmiento en los violentos desgarros y hasta en los genocidios que atravesamos los argentinos, es algo que sería preciso estudiar; lo indudable es que cualquier matanza demanda preparar a la sociedad para su aceptación, construyendo la necesidad de segregar un resto que –como enemigo amenazante de su propia consistencia social- debe eliminarse. “Mientras haya un chiripá no habrá ciudadanos” –ha repetido a fuego el sanjuanino. Hoy y siempre es indispensable estudiar el papel de la lengua (anticipatorio, determinante) en la imposición del terror.

Hablamos de un libro que integra el canon literario nacional (lectura obligatoria en las escuelas, generador de infinidad de elogios, análisis, comentarios), una obra, pues, que configuró hondamente la subjetividad argentina. La dicotomía que propone se volvió entonces una matriz perdurable para plantear conflictos nacionales. Sarmiento deja oír los ecos de una antigua querella americana, que acaso se remonte a los primeros años de la conquista española de nuestros territorios, y que a lo largo de la historia asumió distintas modulaciones, pero en su diversidad remite –en última instancia- a un mismo fondo de significaciones: españoles-indios, cristianos-infieles, Europa-América, unitarios-federales, ciudad-campaña, liberales-peronistas, republicanos-populistas. La “grieta” de los últimos años parece ser un remedo pobre e indolente de la dolorosa historia de aquellas dicotomías. Cuando Sarmiento formula “civilización o barbarie”, será la fórmula de combate, la cifra con la que se examinará y se pondrá en discusión el estatuto del otro en los confines de la subjetividad. Queremos decir, el otro (indio o montonero, subversivo apátrida o populista), deja de ser un adversario, un sujeto político con el que pueda entablarse diálogo, negociación o disputa, ya que no comparte una mínima pero suficiente base para su reconocimiento cabal; no sólo se sitúa fuera de la ley, sino de la condición humana. Recordemos una vez más la recomendación que Sarmiento le formula a Mitre en 1861 (pero en su vasta obra, las hay tal vez más impiadosas): “No trate de economizar sangre de gaucho. Éste es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”. Todo es posible cuando el otro es expulsado de su condición humana.

De modo que escribir hoy sobre estas cosas no es volver al Facundo sino, en todo caso, pensar cómo en determinados momentos históricos –tal vez el presente sea uno de ellos-, el Facundo vuelve.

II

“¡Que digan si son kirchneristas!”

María Eugenia Vidal

El macrismo en el poder puede entenderse como la consecución y el triunfo de una manera de plantear el conflicto con el otro. A partir de la contienda con las patronales agrarias en 2008 –y cada más crudamente-, asistimos a la re-emergencia de un discurso que volvió a instalar el conflicto social en los términos de aquel dilema de hierro consolidado en la eficaz máquina retórica del Facundo. Nuevas maneras de decir lo de siempre, el establishment –cuestionado, interpelado severamente- no volvió a tratar con adversarios políticos; sus antagonistas asumieron las formas degradadas de lo bestial, lo criminal y lo patológico.

Con sólo enumerar un conjunto de declaraciones de actores del actual gobierno (pero quizá la verdadera voz del macrismo sea la de los “trolls” que inundan las redes con insultos y deseos de muerte), advertimos cómo el  vocablo “kirchnerista” (pero luego, “piquetero”, “sindicalista”, “mapuche” y la lista seguirá) pasó a nombrar una barbarie con la que es imposible sostener una convivencia democrática. Veamos. El secretario de Medios, Hernán Lombardi, ni bien asumió su cargo consideró “necesario un proceso de sanación de este cuerpo tan infectado por la mala ideología”. Es claro: no se trata de un contendiente político, sino de una entidad mórbida a extirpar del cuerpo social. Nadie dialoga o negocia con la pestilencia, ni considera las posiciones de un agente infeccioso. Recordemos la nota del asesor presidencial Durán Barba sobre el “voto duro” de Cristina Fernández de Kirchner: “los que producen o venden mercaderías con marcas falsificadas, los que viven de subsidios, los que son parte del millón de personas vinculadas al narcomenudeo en la Ciudad y en la Provincia”. Este gran universo delictivo se debe sostener diariamente con invocaciones épicas contra el crimen: Vidal declarando que “su pelea es contra los corruptos y los mafiosos”, Macri acusando al jefe del bloque de diputados del FPV, Héctor Recalde, como “jefe de la mafia” o diciendo que el Estado kirchnerista “era un aguantadero de la política” y que con su gobierno se acababa “el curro de los derechos humanos”. Fragmentos de un discurso penal que asigna a los opositores una entidad criminal. (Recordemos que Sarmiento consideraba que Facundo era, ante todo, un outlaw, un fuera de la ley). En ese marco desaparecen las diferencias legítimas tolerables dentro de la lógica democrática; sólo se plantea la erradicación. (Hoy la imaginación presidencial sueña con mandar 562 personas a la luna, culpables del atraso del país).

Una cita más, la del senador Esteban Bullrich, al comparar su apuesta educativa con “una nueva Campaña del Desierto”. Obviamente para su epopeya pedagógica podría haber evocado otras gestas nacionales, pero sus palabras fueron conmemorativas; dejan escuchar lo siniestro de un mensaje apenas cifrado que entrelaza civilización con razón homicida. Ninguna metáfora es ingenua cuando la lengua de la política se calla y comienza a gritar la lengua del terror.

Todas las alarmas deben encenderse cuando un discurso encara su tarea redentora en términos de sanación, purificación o limpieza. Esos dichos preceden –preparan- los hechos. En estos días  nos condolemos con la muerte de dos ciudadanos argentinos tras participar en protestas sociales en la Patagonia, mientras se busca la instalación de un enemigo irreconciliable, carente de dignidad subjetiva.

Ese es el contexto en que nos anoticiamos que el nuevo procurador general de la Nación, Eduardo Casal, dispuso la creación de una unidad para la lucha contra el “extremismo violento y el terrorismo”. El retorno de esos vocablos –tan empleados en los años dictatoriales para exterminar críticos- no nos puede pasar desapercibido si advertimos la facilidad con la que alguien puede pasar a ser colocado en esa categoría.

 Estas repeticiones históricas tienen una densidad trágica en cuya memoria debemos estar comprometidos.