Permanecí un buen rato frente a la casa de mi tía, sentado en el umbral de la puerta del pasillo, esperando el regreso de Friedman y De Santis. En algún momento tendrían que salir de lo de Emilio. Junto a ellos, o después, lo haría el tío Polo, porque no se iba a quedar a vivir ahí.

¿Qué podría hacer Polo todo el santo día encerrado en esa casa?

En su lugar, yo no hubiera tenido problemas, porque había cientos de libros para leer y, aunque aun seguía prefiriendo el Intervalo y El Tony, desde que a mi vieja le había agarrado la loca de comprarme en cuotas una colección de libros con bibliotequita en madera de pino y todo, había empezado a encontrarle el gusto a las novelas de aventuras.  Debía haber muchas como La flecha negra, La isla del tesoro, Robin Hood y hasta 20 mil leguas de viaje submarino en la enorme biblioteca de Emilio, pero nunca había visto al tío Polo leer otra cosa que El Gráfico y el Mundo Deportivo.

Evidentemente, tarde o temprano, Polo tendría que salir a la calle. Y yo podría contarle que había conseguido esconder su revólver.

A medida que el sol iba cayendo, empezó a hacer frío. Carlitos y Alberto Culacciati pasaron a mi lado y entraron al bar. Más tarde lo hizo el Mudo. Y ya debían estar adentro el Pelado y muy probablemente el diariero Miguel, que ingresaban por la puerta de la ochava. De un momento a otro, el doctor estacionaría aparatosamente su Olsmobile junto al árbol de la discordia, tropezaría contra el tacho de basura de don Santiago y, una vez más, volvería a despotricar contra los trabajadores, soliviantados luego de diez años de demagogia. Pero seguía sin haber novedades de Friedman y De Santis y, mucho menos, del tío Polo.

Entré a buscar un pulover y mi tía me agarró justo para tomar la leche. Hizo pan con manteca y dulce Chimbote, del que había reservas inagotables en la heladera mostrador, dentro de enormes cilindros de cartón.  Se comía mucho flan con dulce de leche en el bar de mi tío. Lo hacía mi tía y era de huevo, con agujeritos.

Una vez que terminé, pasé por el bar. Acababa de llegar el doctor Rofo y todos se congregaban a su alrededor.

–...malversaciones de caudales públicos, exacciones ilegales, usurpaciones, daños, fueron delitos habituales en esa década nefasta.

–Pero hubo otros más graves –acotó Miguel–. Acuérdese de...

El doctor no estaba dispuesto a dejar el monopolio de la palabra.

–Sí señor: intimidación pública, instigación al crimen, abuso de autoridad, cometidos por los más altos jerarcas del régimen ante el estupor de la ciudadanía.

“Estupor”. Otra palabra nueva.

Vacilé. Llevaba la libreta y el lápiz en el bolsillo del pantalón, pero era urgente encontrar a Polo y explicarle que su revolver había sobrevivido intacto tanto al allanamiento como a uno de los cada vez más habituales ataques de nervios de mi tía, tan parecidos a los de mi vieja.

Parecía un mal de familia, porque fíjense que, con el tiempo, tampoco mi primo andaría muy bien de la cabeza.

No vayan a creer que lo de mi tía era hereditario. Nada de eso. Sus neuronas hicieron implosión de improviso, por un ataque de esos que dejaban a la gente torcida, provocado por el allanamiento policial o la palabra “bomba” que alcanzó a oír en boca de uno de los marinos mientras permanecía paralizada en medio del patio en momentos en que yo observaba la escena desde la ventana de la cocina, transcurriendo frente a mis ojos en cámara lenta.

Debió ser eso, porque hasta entonces no había notado que mi tía tuviera un tornillo flojo, aunque era medio distraída, se le hervía la leche en el fuego y cada vez que venía a casa, a visitar a mi vieja, era inevitable que se pasara varias cuadras en el colectivo.

Cuando tomaba el colectivo para ir a casa, mi tía terminaba caminando más cuadras que si hubiera venido directamente a pie. Y una vez estuvo cerca de asfixiar a mi primo con una estufa de kerosene.

Como lo oyen.

La pieza se había llenado de humo y todo lo que mi tía atinaba a hacer era gritar “¡Eeeehhh! ¡Iiiihhh! ¡Eeeehhh! ¡Iiiihhh!” parada en medio del patio, igual que cuando entraron los policías.

¿A que no saben quién rescató a mi primo?

Pablito Serún.

Cruzó el patio arrastrando las pantuflas, se metió en la pieza y salió llevando a mi primo en brazos.

Mi primo se había puesto azul. Pablito lo revivió haciéndole respiración boca a boca.

De ahí en más tampoco mi primo anduvo muy bien de la cabeza.

La estentórea voz del doctor Rofo me sacó de mis ensueños.

–Recuerden señores –decía– el memorando de 1952.

–¡El memorando! –exclamó el Pelado.

¡Otra palabra nueva! No podía seguir dudando. Abrí la libreta y busqué la página con los delitos peronistas: felonía, peculado, negociado, hojalata, amoresano, chafalonía, subiza... No, todavía no había anotado memorando. Mojé la punta del lápiz

–¿Qué memorando, dotor?

Miguel se plantó delante de Carlitos Culacciati, que había tenido el tupé de interrogar al doctor.

El rostro de Miguel estaba descompuesto.

–¿Cómo “qué memorando”? –preguntó con ira apenas contenida.

El doctor observó con piedad a Carlitos y Alberto Culacciati, al fin de cuentas, apenas dos de los millones de orates engañados por la propaganda totalitaria. Giró hacia mi tío, quien, boquiabierto, lo miraba por encima de los anteojos.

–Sírvame un whisky, Rodolfo.

Mi tío sacó dos vasos de la repisa.

–El memorando –explicó el doctor–, firmado por el Dictador pero ignorado por la inmensa mayoría de sus partidarios, fue redactado por Guillermo Solveyra Casares, un siniestro personaje al que el Tirano había designado jefe de Informaciones Políticas de la Presidencia para manejar el Control de Estado.

–¡No me hable del Control de Estado!

¿Sería grave?

Por las dudas, había decidido anotar esta otra palabra cuando Friedman y De Santis entraron al bar por la puerta de Lascano.

Friedman saludó a los presentes con un cabeceo y siguió a De Santis a la mesa hasta la ventana de Gavilán. De Santis se dejó caer en la silla y permaneció mirando el vacío como una rechoncha réplica de la momia de don Manuel.

¡Me había distraído demasiado anotando los nombres de más delitos peronistas!

Salí a la esquina y miré en todas las direcciones posibles en busca del tío Polo. ¿Todavía seguiría en lo de Emilio o había salido junto a Friedman y De Santis? Como fuere, Emilio no me sacaría de dudas, probablemente ni siquiera me abriría la puerta y si me quedaba vigilando la casa corría el riesgo de no regresar a tiempo para hablar con Fiedman y De Santis.

Volví a entrar al bar y me dirigí hacia la ventana de Gavilán. Me paré junto a la mesa y pasé el trapo rejilla.

Desde hacía mucho venía sospechando si no tendría poderes, como Superman, la Mujer Maravilla, el Capiango y otros personajes de las revistas que mi tío Rodolfo compraba en el kiosco de doña Raquel y que yo leía incansablemente en la escalera, experimentando los primeros síntomas de mi poder. Así como Superman se cagaba en la ley de gravedad y, al igual que Perón, atravesaba la materia con su mirada de rayos x, aunque sin cámara de fotos, la mujer Maravilla –que podía comunicarse con los marcianos, llevaba brazaletes mágicos y un lazo indestructible que obligada hasta al más taimado a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad–, o el Capiango, un astuto Zorro salteño que peleaba contra los odiosos realistas, yo tenía la propiedad de volverme invisible. Así, de un momento a otro, como por arte de magia, nadie me veía.

Para un niño común debía ser una experiencia horrenda saberse invisible y pasar completamente inadvertido a las miradas de los demás. Pero yo era un niño peronista, conciente de que mi invisibilidad me convertía en un agente secreto de Perón dotado de facultades extraordinarias –como Rosas, pensé por un instante–, un auténtico superagente peronista.

Fue así que apenas apoyé en la mesa el trapo rejilla, me hice invisible.

–¿Te volviste loco? –preguntó Friedman.

De Santis se alzó de hombros.

–¿De dónde sacás que nadie movió un pelo para defender a Perón? –insistió Friedman–  ¿No viste cómo se puso Polo?

–Eso no es justo –había contestado Polo, con la espuma de la cerveza todavía blanqueándole el bigote–. Lo puede pensar de Tessaire, Méndez San Martín o Leloir, pero no de los trabajadores. Si hubiéramos tenido con qué, salíamos a defenderlo –Tras una pausa había agregado–: Y si no teníamos con qué, también. Pero él nos tendría que haber dicho.

De Santis hizo un cabeceo más de comprensión que de asentimiento.

– Yo hablaba de los militares ¿Acaso alguno hizo algo para defender a que te dije?

–Yo qué sé –repuso Friedman– Pero eso de que en Panamá valoran su obra más que acá...

–De acá lo rajaron y en Panamá lo reciben como si fuera Gardel. Más claro, echale agua.

–¿Pero por qué carajo te ponés a hablar de lo que no sabés? ¿Te das cuenta el lío en el que te metiste?

Parece que De Santis no se daba cuenta. Tomó un traguito del largo vaso de Cinzano con soda y limón y envió un imaginario beso a una señora que pasó junto a la ventana.

–¿De qué te preocupás, Ruso? Vamos y les decimos.

Friedman dio un respingo en la silla como hacía mi hermana cuando se echaba un gas.

–¡¿Vamos?! No vamos nada. En todo caso, vas vos.

De Santis volvió a cabecear, esta vez con aire paciente y sufrido.

–¿Quién te crees que sos, ruso agrandado? No estaba hablando de vos. Vamos... yo y Polo, y le contamos a los tipos lo que Perón dice de los militares.

Creo que miraba a De Santis más boquiabierto que Friedman, pero como yo era invisible, nadie se daba cuenta.

–Cerrá la boca, Ruso, que se te va a llenar de moscas.

–¿Y vos qué sabés qué dice Perón de los militares?

–Yo sé –repuso enigmáticamente De Santis.

No sé si habrá sido el asombro, o la excitación que me provocó el haber confirmado que Pablito no se equivocaba, que De Santis hablaba realmente con Perón o que, haciendo muy poco que había adquirido superpoderes, todavía no sabía manejarlos, el caso es que así como me hacía invisible sin darme cuenta, en un abrir y cerrar de ojos, sin aviso ni síntomas previos, volvía a ser visible.

–Traeme una ginebra, pibe –dijo Friedman–. Necesito algo fuerte –agregó, como para sí mismo.

–Y otro Cinzano.

Yo tendría poderes, pero no había conseguido vencer mi timidez y me resultaba imposible gritar el pedido desde donde estaba, de manera que fui hasta el mostrador.

–Los derechos de la Iglesia –decía en esos momentos el doctor– fueron conculcados de innumerables maneras en la República.

Me arrimé a mi tío Rodolfo para trasmitirle el pedido, mientras el doctor seguía con su filípica.

–No sólo se ejerció violencia contra personas eclesiásticas sino que hasta se ha osado poner las manos en el excelentísimo señor obispo don Manuel Tato.

–¡Y lo echó del país! –exclamó Miguel.

El Mudo sacó un Particulares sin filtro de su marquilla roja, lo encendió y mientras pasaba parsimoniosamente la cera del fósforo contra el papel de un extremo del cigarrillo, preguntó:

–¿Pero vos no eras socialista?

–Sí ¿y qué? ¿te pasa algo con eso?

Los nervios de Miguel estaban a flor de piel y resultaban inútiles los esfuerzos del doctor por tranquilizarlo. “Sea paciente, Miguel. Es necesario suturar esa profunda herida que la prédica demagógica del Tirano ha abierto entre los argentinos”, aconsejaba el doctor. “¡Mierda los tenemos que hacer! ¡Mierda!”, retrucaba Miguel.

–No, si a mí no me pasa nada –se atajó el Mudo–. Vos podés ser lo que quieras, pero ¿no era que los socialistas estaban contra los curas?

–Contra los andimemocráticos.

El Mudo exhaló una nube de humo por los orificios de la nariz.

–Y el obispo...

–Monseñor Tato –se apresuró a intervenir el doctor, antes del previsible estallido de Miguel– es un auténtico demócrata que siempre se opuso a la dictadura peronista.

–¡Por eso lo echaron!

–Lo cual le ha valido al Tirano la pena máxima.

Mi tío se atragantó de tal modo que arrebató el vaso de whisky de las manos del doctor y lo acabó de un trago.

–¿Lo van a fusilar?

El doctor hizo una seña a mi tío para que le repusiera la bebida.

–Bien merecido lo tendría, pero el nuestro es un país pacífico y ahora nuevamente democrático en el que no se mata a nadie.

Carlitos y Alberto Culacciati aprobaron las palabras del doctor mientras el Pelado se santiguaba.

–¡Dios menelibre! –murmuró, desconcertando momentáneamente al doctor,

–¿Le aplicaron la excomúnica? –preguntó Carlitos Culacciati.

–No, si le iban a cobrar penal –contestó Alberto.

El doctor se repuso.

–Efectivamente, fue excomulgado. El texto de la excomunión, originado en la Sagrada Congregación consistorial, con la firma del cardenal Adeodato Piazza y la de monseñor Giuseppe Ferretto, se refiere, clara y taxativamente a la acción de “poner manos violentas” sobre la persona de un obispo e impedir el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica.

–Cagó fuego –exclamó Alberto Culacciati con aire satisfecho.

Coloqué en la bandeja la ginebra, el vermú y dos o tres platitos de ingredientes y, haciendo equilibro, avancé, muy concentrado, hacia la mesa. No bien levanté la vista, para mirar por donde iba, por poco no me desmayo de la sorpresa: sentada de lo más Pancha en medio de ambos, la amiga del tío Polo charlaba animadamente con Friedman y De Santis. Hablaba en susurros, en voz tan baja, casi tan baja como la de mi vieja y mi tía cuando secreteaban en el patio sobre Gina Lollobrigida, las chicas de la UES y el campeón mundial de los semipesados, que estuve seguro de que Perón se había vuelto a mandar otra cagada.