Siempre me ha llamado la atención la facilidad de algunos para imponer ciertas falacias, repetirlas hasta el cansancio, así como la facilidad de otros para creerlas: es como si estuviera esperando con la boca abierta que alguien les acerque la papilla, jugando al avioncito, para tragarla sin siquiera saber qué es. Como bebés. Es una destreza que no suele aparecer con las verdades, siempre es bueno dudar antes, pero sólo si se duda de todo.

Aunque esa necesidad de obtener un libreto redactado con esmero para toda la semana ha caído bastante: recordemos que el locuaz Jorge Lanata ha perdido más de la mitad del público que supo tener cuando comenzó su programa de los domingos, cuando muchos, -incluyendo políticos- lo veían para saber qué decir y cómo decirlo y a quién pegarle a partir del lunes. Será que nada de lo que dice llega a ningún lado, será que muchos de sus espectadores están viéndolo como un simple vocero del grupo mediático y económico que mantiene desde hace muchos años una pelea fiera contra el gobierno. Será que los aburrió la misoginia, la violencia intrínseca, la degradación permanente de la profesión del periodismo en cada show lastimoso en la pantalla del 13. O quizá se dieron cuenta que está haciendo lo que siempre dijo que no haría y trabajando en el canal y la radio que denunció como ilegales, allá lejos, en los ’90, donde era fácil estar contra el neoliberalismo, había mucho espacio para eso. No lo sé, pero lo cierto es que cada domingo decrece su audiencia, pero no importa eso, el tiempo es el mejor remedio a las mentiras atadas con alambre, al odio escupido como balas.

Pero como por ese lado decae el andamiaje mediático contra el Kirchnerismo, se recurre a otros, esperando obtener un espurio anclaje en la opinión pública. En estos días le tocó a Beatriz Sarlo, corrida prácticamente del armado del  periodismo opositor a la llegada de Lanata y su show que no llega a cómico. La habían dejado de necesitar, como le pasó a tantos, pero ahora vuelven a buscar con más ahínco sus palabras, que alguna vez fueron justas y objetivas, pero que desde hace mucho tiempo están teñidas de una bronca que parece envidia. Ahora Sarlo, en La Nación, claro, afirmó que estos más de diez años de gobierno kirchnerista van “a ser una década que se va a olvidar rápidamente”.

Hay conceptos que no se pueden instalar tan fácil, ni al opositor más acérrimo le entra esa idea en la cabeza, una época de transformaciones como la que vivimos, como la que estamos viviendo, no se olvida nunca más. Aunque algunos son especialistas en desmemoriar al pueblo, ya cambiaron muchas cosas, ya no resulta posible aplicar en paño frío de la omisión de esa manera discrecional que convenía a los sectores siempre poderosos. Beatriz lo sabe, es por eso que intenta esa consigna absurda del olvido, por eso pone las coordenadas en tiempo pasado, cuando el Kirchnerismo demuestra su vigencia a plaza llena un 25 de mayo, a puro arte, a pura cultura. Donde cientos de miles disfrutaron de una fiesta popular. Y ahí está la clave: ni las Sarlo ni los Lanata entenderán jamás el significado de lo popular, el idioma del pueblo les resulta indescifrable. Porque lo ningunean, porque lo subestiman, porque no le creen al pueblo cuando llora, porque no le creen cuando ríe: no les creen ni por quienes lloran y gracias a quienes ríen. Y se inventan una mentira y la transmiten esperando que prenda y a veces les sale bien, y otras no. Este intento de velorio apresurado que han llamado muchos “fin de ciclo”, que no se corresponde con la realidad, con la plaza que explota de gente, que contrasta con las plazas vacías de la oposición nueva y la de siempre.

Porque aunque el Kirchnerismo pierda las próximas elecciones presidenciales, hemos vivido un cambio de paradigma político tan profundo que no es que vaya a tardar en borrarse lo hecho, es que no se borrará jamás. Porque la batalla cultural librada contra los más concentrados poderes económicos, contra el no te metás cómodo que todavía operaba, profundizado en los ’90, contra la memoria selectiva que postergaba a Madres y Abuelas, contra la rotura profunda de los lazos fraternales que el neoliberalismo agudizó después de la dictadura, es insoslayable. El resurgimiento imparable de la participación activa en la política, no sólo partidaria, sino en todos los estamentos sociales, es imborrable, no se olvida, no se puede.

Los millones que pudieron volver a trabajar después de penar durante años en el desempleo y la subocupación, los miles que pudieron acceder a una vivienda digna después de décadas de intemperie y desprecio, los millones de ciudadanos que empezaron a entender que había un Estado presente, que estaba ahí para ayudar a los que menos tienen, que se iba a enfrentar a los poderosos para repatriar lo nuestro, cueste lo que cueste, ellos no van a olvidar jamás estos años, aunque cambie el color político del próximo presidente que ocupe el sillón de Rivadavia. Esos millones y millones de argentinos, los que aprendieron que la memoria es la mejor defensa ante el ataque de un pasado oscuro y para pocos que persiste en retornar, saben qué fácil se puede perder lo que con tanto esfuerzo se reconquistó y todo lo que se obtuvo hasta ahora. También son ellos los que mejor saben todo lo que falta.

Ni esta década ni ninguna otra década de conquistas populares se ha de olvidar, la historia así lo ha demostrado, aunque algunos tengan la insolente soberbia de querer tapar con un dedo el sol, de querer sembrar olvido, con el endeble argumento del odio.