Felipe Saéz Riquelme comenzó a escribir algunos de los textos de su primer libro hace, sorpresivamente, casi 8 años. “Empecé a jugar con algunas cosas y no tenia muy bien idea de a dónde estaba yendo”, aseguró hasta que en el 2015 todo comenzó a conectarse. El autor de Los tambores difieren (2016) nació en Chile; aunque señala que su nacimiento como poeta se dio en Argentina. Hay un juego con la identidad ya planteado desde esta desterritorialización de origen que no reconoce fronteras, ni propiamente individualidades.


“Conocer a una persona / significa capturar una imagen diferente / de la imagen que esta persona / ve de sí misma”, comienza el segundo libro de Los tambores difieren, como señal de que leer a Felipe implica una progresiva muestra de imágenes múltiples, que difieren mucho de la que él deja ver; como reconoce, dando una entrevista, o con sus amigos, o en el escenario.


Felipe sostiene que el peso del nombre poeta del otro lado de la cordillera, ligado a una lógica más competitiva, es muy grande. Escribiendo desde su adolescencia, fue clave un contacto con un circuito que tuvo la apertura necesaria para tomar confianza y compartir su voz. La razón es que sus  llamativos poemas están dotados de una calidad interpretativa extremadamente singular. “Acá en Argentina yo sentí que había muchos espacios de lectura, muchos espacios donde la gente se mostraba y no estaba pensando en el resultado sino en compartir y eso me gustó mucho”.

Uno de los primeros espacios en los que se lo vio circular a Felipe fue el Slam argentino de poesía oral, coordinado por Sagrado Sebakis y Diego Arbit. Sin embargo, otro espacio que lo tuvo reiteradas veces como invitado fue el ciclo “El living”, curado por la editorial independiente Nulú Bonsai. Y a través de los ciclos organizados por Corazones de bully, el colectivo artístico con base en La Plata y Buenos Aires, tuvo la oportunidad de leer con autores como Daniel Durand y Fabian Casas, allá por el 2008.

Felipe fue generando su reconocimiento no sólo a partir de excéntricas -por crudamente vívidas- performances, que recorren múltiples estados emocionales; sino por el trabajo tan propio y cuidado sobre los textos. Su nomadismo perceptual, instantáneo es un fiel reflejo de una falta de creencia en la unidad que se lee desde la primera página. En su obra hay una búsqueda continua de ese deslizarse entre lo visible y lo invisible, atacando toda posibilidad de una definición precisa, unívoca y certera.

¿Es por eso que Los tambores difieren puede abordarse en una primera lectura como poesía?. Sí, claro. Hay un fuerte juego con la multiplicidad de los significados, con la versificación, con una sensibilidad particular y general; en convivencia, no obstante, con paisajes fluidos, naturales, propios de un mundo distante y mucho más vivo. Sin embargo, progresivamente, el lector va percibiendo el juego que proponen los textos del total resultante: “Son cinco libros que tratan una suerte de drama en poemas sobre la identidad”. Hay una sensación de capas y capas que se pelan a medida que progresan las páginas. Hay una cercanía, dice, más afín con el teatro que con la narrativa. El drama es de alguien, quién sea, quién venga, no importa; pero de alguien que se multiplica, de alguien que viaja constantemente, una persona que duda y que deja de ser conocida, incluso para sí misma. La irreverencia que ataca la identidad es la misma que profundiza la catársis de quien recibe su mensaje: el lector se sumerge en ese drama como un actor más. Pero un drama atravesado por juegos constantes con la espacialidad, con el espesor tipográfico y visual que, como espasmos convulsivos, muestran a un ser mutante dentro de otro, como si fueran mamushkas; personalidades que todo el tiempo intentan mudar de ropa, de país o de planeta para luego darse cuenta de que la multiplicidad nos acompaña a todos lados donde estemos, como una marca originaria. Independientemente de quiénes seamos y de dónde vengamos, la unidad se nos muestra frágil, constantemente en fuga.


Si bien el Felipe performer se mantiene activo hace muchos años en eventos literarios múltiples, nunca fue una prioridad que aparezca un Felipe escritor, o autor hasta Los tambores difieren: directamente, no creía en la publicación. Algunos de sus poemas habían aparecido en antologías, o en revistas como Campotraviesa, invitado por su editora María Lucesole.

“Para mí, lo artistico que yo quería hacer y dar comenzaba y se acababa en el escenario. Se acababa cuando dejaba de leer en el micrófono y era una intervención.” De a poco, la posibilidad de construir una obra fue tomando fuerza como un zona fértil de experimentaciones posibles. Claramente, el formato escrito le permite licencias que la oralidad no y viceversa. Pero, así como reconoce en la música la forma artística por antonomasia, ve el texto “como si fuera una partitura. Voy leyendo e interpretando, pero si hay cosas que están pasando en el momento no se pueden ignorar”. Cuando se ve a Felipe Saez Riquelme en el escenario, se acaban las discusiones sobre qué es o no es poesía o cuánta distancia hay entre el lenguaje y lo performático a la hora de hablar de la poesía.

En un tiempo donde las performances cada vez van tomando más presencia, lo que conlleva no solo más debate en torno a las mismas, sino en muchos casos una reiteración cansadora, se reconoce plenamente cuando hay una correlación férrea entre texto e interprete. Esa continuidad entre lenguaje y cuerpo puede transformar un texto, y llevarlo a lugares impensados, para bien y para mal. En Felipe hay una conciencia muy fuerte de la poesía en tanto ritmo, en tanto mutación, que se percibe desde el título y en las métricas del libro, como en los vídeos de Youtube de sus performances en vivo en el Slam, donde se vale de pisotones y audios para intervenir el fluir rítmico de las palabras; como si más que recitar, estuviera tocando instrumentos de percusión, como si fuera un baterista del lenguaje. Sostiene que sus próximos proyectos estarán impregnados de la búsqueda en formato audiovisual, que quizás pueda capturar algo de la vida que se percibe en su performance escénica. Pero la tecnología, si bien omnipresente a lo largo de la obra, no es el punto de partida ni el disparador. Por ejemplo, el autor observa en la tradición de los payadores y el folclore  algo vivo que se filtra en su producción literaria. Y hablando de la tradición, reconoce que es muy importante conocerla en la mayor medida posible. Es evidente que para construir una tradición propia que pueda hacerle frente a la que se nos impone, necesariamente, quien trabaja en el arte necesita herramientas, discutir con su tiempo, ya sea en términos estéticos o políticos; provistas por el flujo de la tradición, las herramientas del pasado permiten la  relectura para comprender el presente y construir el futuro propio. Y el hecho de reconocerse a sí mismo tradicionalista nos permite comprender en los textos de Los tambores difieren el juego con raigambres disimiles, que van pasando por el realismo, el formalismo, la ciencia ficción y lo esotérico, mezclado todo con la tecnología y las comunicaciones propias del contexto actual (o incluso de un futuro más lejano); como se ve en el libro tres, que emula la sucesión de comentarios de un inicio de Facebook que progresivamente se distorsiona.

La importancia de la tradición pasa “por entender de que se trata el oficio y tener un registro cada vez más amplio de procedimientos.” No obstante, sostiene Felipe, la predilección es por la poesía que es directa al corazón. “Por decirlo de alguna forma, hay un tema de honestidad y de dirección que te termina gustando mucho y que podrías decir bueno, perfecto: un poema puede justificar toda la obra de un poeta.”  Evoca la poesía de Oliverio Girondo y la prosa de Alejandra Pizarnik, así como a Joaquín Giannuzzi y Horacio Fiebelkorn; también a Susana Thenon y la generación de los 90´. Y entre poetas más actuales, observa una fuerte calidad interpretativa en Sebastián Goyeneche y Malén Denis así como en Mercedes Halfon o Carla Sagulo.

Claramente, la escritura artística -o mismo, el arte en general- no es un índice listado de sensibilidades y formas correspondientes; es en vano tratar de cercar las posibilidades del texto, más allá de una primera lectura, como “poesía”, “novela”, “cuento” o cualquier otra opción; y si bien hay un afán técnico del quehacer poético en el entretejido de las voces de éste, su primer “drama”, hay mucha distancia entre la comprensión matemática y los destinos múltiples emocionales a los que saca pasaje el lector cuando aborda Los tambores difieren. Esa búsqueda certera, al corazón, aparece como un síntoma que observamos en las continuas mutaciones de un texto constantemente conmocionado. Es la búsqueda que implica “conocer el oficio”, y que involucra lo que vivimos y lo que creamos, como parte de una puesta en escena, de un juego. En el fondo, todo drama supone una fuerte huella lúdica, que empapa tanto el guión como la interpretación de quien se preste al papel. Y si podemos observar una tradición con la que juega Los tambores difieren, es en la que apunta directo al pecho y da justo en el blanco.