A los seres humanos se los sepulta o se los convierte en ceniza; a él se lo sigue leyendo. No importa si alguien no ve, no sabe las letras ni entiende metáforas. Se lo sigue leyendo aunque sea en un ejemplar viejo y descoyuntado y encogido en una repisa. Pero siempre fresco como recién salido del paraíso.

Gran parte del mundo lo está ya eternizando naturalmente, cervantinamente. Sean lectores de pupilas entrenadas en honduras y significaciones estéticas o no sean lectores de nada y que sin saberlo están compartiendo el aire que su imaginación inimaginable impregna. Y que seguirá impregnando de realismo mágico elevado a la potencia del hechizo divino y del encantamiento esotérico.

Logró que su  Macondo soñada se convirtiera en geografía; en destino turístico; en antonomasia de la fantasía y la exhuberancia originarias del Caribe. Y también logró que la guayabera tejida por manos de razas nativas originarias se consagrara sobre su torso, en un  palacio de Suecia y ante una corte de reyes y de sabios de trajes de gala.

Pudo reconquistar nuestra identidad postergada o desvanecida, o desorientada;  y consiguió que Latinoamérica les retornara bellamente superado su lenguaje, a quienes antiguamente nos lo impusieron a la fuerza.

Sin él Colombia sería nada más que Colombia a solas. Ausente de “Cien años de soledad” y de Aureliano Buendía y de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, y de Melquíades y Amaranta; y hubiera sido esa Colombia únicamente sentenciada  por la tenebrosa y torcida agenda mediática.

Los argentinos – los primeros en revelar su tamaño literario- aprendimos de él más Latinoamérica visceral y profunda que la que la cultura establecida nos iba ajenizando.

Estar leyéndolo a él, ahora mismo-“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.-  es reconocer a su muerte como inmortal.