“Si me echan, que sea por lo que pienso y hago,
no por lo que no me animo a hacer”
Cristina Fernández de Kirchner



I) Tal vez el verdadero dilema que enfrenta hoy el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner –y que sus adversarios comprenden muy bien- es el modo en que irá a ser recordado, la manera en que perdurará en la memoria de los argentinos. El tramo final del ciclo de mandatos presididos por Néstor y Cristina Kirchner está sometido a esa dura pulseada que es, antes que nada, una contienda en el plano de la memoria, una disputa en el registro de su inscripción histórica. Injustamente o no, la memoria humana suele retener férreamente los últimos actos: Cabral es su muerte heroica y su frase póstuma; Urquiza, su deserción traicionera en Pavón y su asesinato en el cuchillo vengativo del Coronel Luengo; De la Rúa es la borrosa fotografía de un helicóptero que huye dejando un país desolado; Néstor Kirchner es la pasión política que lo consume en plena lucha, desoyendo consejos de reposo; las postreras palabras (“…tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición…”) son Salvador Allende. En esos actos se lega o se deniega a la posteridad el derecho a renacer algún día sobre esas cenizas. Difícilmente alguien, invocando el nombre de Fernando de la Rúa, pueda alguna vez construir una opción política en la Argentina.


II) Sabemos que no puede formularse un juicio sobre las recientes resoluciones económicas del gobierno desde normas abstractas y absolutas de verdad (por ejemplo: es malo, donde sea y siempre, endeudarse nuevamente en el sistema financiero internacional, es incorrecto devaluar la moneda o retrotraer la restricción a la compra de dólares, etc.), porque las decisiones políticas siempre versan sobre posibilidades dadas y en contextos de precariedad en los que muchas veces no hay otro camino que tomarlas sobre la marcha y en condiciones muy desfavorables. De modo que el cuestionamiento sobre, por ejemplo, la devaluación a la que se vio forzado el gobierno, no puede desentenderse de la apreciación de las fuerzas con las que contaba y cuenta para intentar otra salida, y –por otra parte- de la magnitud de la potencia del oponente. “No hay buenas leyes, sin buenas armas” –decía Maquiavelo hace 500 años-. Todo acto político se mide no en términos abstractos o ideales de justicia o bondad, sino mensurando la fuerza que se dispone para sostenerlo. Eso es tan innegable como la aceptación de las cesiones que deben realizarse –aún dejando a salvo que hubiese sido deseable no conceder, pero no se pudo (Perón llegó a teorizar sobre la práctica de tragar sapos y Horacio González le ha dedicado a esto sus últimas y agudas reflexiones)-, los obstáculos que los otros actores políticos y económicos oponen a la acción, los males que engendran la misma fuerza del desarrollo productivo que se impulsa (vg. la crisis energética devenida de la incipiente industrialización y el crecimiento), además de los errores propios, ya no imputables a la presión o la astucia del adversario. Sólo negando estos infortunios –no accidentales, sino constituyentes de la práctica política- es posible soñar que los deseos constituyen lo real, sueño que ha sido nombrado “voluntarismo”. Despertar de ese sueño es asomarse a considerar el campo muchas veces impredecible y contingente de la lucha política, siempre problemático y conflictivo.

III) Sentado esto digamos que lo que nos parece estar en juego en esta encrucijada, lo que pretenden los adversarios del kirchnerismo (que en tren de simplificar solemos denominar “corporaciones”) no es un golpe de Estado, no es una maniobra de interrupción destituyente del orden constitucional –intentos deseados pero vanos que (lo saben ellos) dudosamente contarían con apoyos internos o externos-. Lo que propugnan quizá sea algo más radical y de una eficacia cifrada en el largo plazo: forzar un hipotético escenario en que el kirchnerismo se vea arrastrado hasta admitir que no existe otra forma de hacer política que no sea consentir la hegemonía indiscutible y absoluta del mercado, un escenario en el que los logros más sobresalientes del gobierno fueran seguidos de retrocesos, de medidas antipopulares y antinacionales presentadas como agrios pero necesarios remedios, al modo de las políticas adoptadas por los partidos socialistas y coaliciones de “izquierda” de la actualidad europea. Que la última y fuerte imagen que lega el kirchnerismo sea, entonces, su propia enmienda, una retirada por una puerta oscura, en soledad y pidiendo disculpas. Esa es, según nos parece, la verdadera lucha de este tramo: de qué modo el gobierno de Cristina Fernández -y la experiencia política en curso llamada kirchnerismo- termina de inscribirse en la historia argentina. En consecuencia, sopesando convenientemente, por un lado, la magnitud del adversario (la trama enorme tejida por el poder financiero y mediático, en alianza con la estructura primarizada de una economía subdesarrollada que ansía perpetuarse) y, por otro, cuáles son las marcas del legado que el kirchnerismo pretende inscribir de cara al futuro, quizá sea el momento de acentuar decidida y enérgicamente la implementación de medidas de defensa del interés nacional y popular aún cuando ellas acarreen  enfrentar duros conflictos, aún cuando las posibilidades de triunfo inmediato sean inciertas. Tal vez sea la oportunidad de impulsar un conjunto de iniciativas, como darle  vida a una Junta Nacional de Granos o como se llame –y quitarle, así, a los grandes acopiadores la chance extorsiva de fijar el tipo de cambio-, de otorgar plena vigencia a la ley de abastecimiento cuando –como en estos días- se vea afectada “la seguridad y el orden económico nacional” (como rezaba el texto de la ley 20.680), de dejar de beneficiar con subsidios a los servicios públicos a empresas con enorme rentabilidad, de sancionar una nueva ley de entidades financieras y derogar la oprobiosa de 1977, al servicio de la especulación, etc.; en fin, iniciativas políticas que posiblemente obren como una fuerte invocación a la militancia y a los sectores populares –así ocurrió con anteriores apuestas potentes, como la nacionalización de YPF.- para defender el proyecto nacional con un compromiso que se tradujo en formidables  movilizaciones que mostraron, en la ocupación del espacio público, la vigencia y el apoyo de masas del kirchnerismo. No puede ignorarse que este camino implica asumir todos los peligros y su resultado es incierto, pero aún cuando no lo corone el triunfo, seguramente habrá dejado las mejores marcas con las cuales podrá retomarse la construcción de una política verdaderamente nacional en el futuro. Si la contienda se da en el plano de la memoria histórica, el kirchnerismo debe impulsar esa evocación -que es, a la vez, una apuesta hacia el porvenir-: un gobierno que no deja sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada.