Quién no recuerda que, en plena crisis de 2001, un economista que aún pontifica con su firma en favor del mercado financiero dijo que el dólar debía estar a 10 pesos de entonces. Si bien no podemos llamar pronóstico ni diagnóstico, ni mucho menos empleo de las ciencias económicas, a lo que no fue más que un deseo de catástrofe (lo que deseaba era una devaluación del 1.000 por ciento, algo con lo que ni siquiera sueña Wall Street), sirve para ilustrar la ansiedad y la voracidad que impulsa a esos sectores de la sociedad donde anida la vanguardia conservadora.

La devaluación obligada del Gobierno, constantemente asediado por las fuerzas concurrentes de quienes desearían que gobernara el mercado, emocionó a quienes venían recargando al dólar ilegal. Sobre esa nueva realidad comenzaron a revolotear los formadores de “precios buitres”, quienes aún pontificando –como lo hizo aquel economista- sobre la supuesta sanidad que los precios se acomoden, organizados por la tensión de la oferta y la demanda, o por el aumento de los costos de producción, intentan aprovechar la situación para ampliar de manera irracional sus márgenes de ganancia.

Debe quedar claro que lo que intentan hacer contra el Gobierno lo hacen, de un modo mucho más dañino, contra la sociedad de la que viven. Por supuesto, hay casos y casos. Si un ferretero decide ajustar razonablemente el precio de, por ejemplo, un reflector chino, adelantándose a lo que deberá pagar su reposición con un dólar de ocho pesos, no debemos reprochárselo. Del mismo modo, es razonable que el producto argentino que necesita insumos extranjeros, imponga algún tipo de incremento en la construcción de su valor en pesos.

Pero lo que ocurre, lamentablemente, de un modo tan antipatriótico que debería avergonzar a quien lo lleva a cabo, es que muchos sectores de la economía que no se ven afectados por la devaluación –o se ven afectados de un modo mínimo-, sobreactúan el ajuste en beneficio de su codicia.

La Presidenta recordó hace unos días la diferencia del precio final de una bolsa de cemento en distintos puntos de la provincia de Santa Cruz. Esa diferencia, totalmente inexplicable, era del 100 por ciento. No hay mucho para agregar, excepto decir que si un comerciante le cobraba 100 pesos a su cliente por la bolsa de cemento, el otro le cobraba 100 por la bolsa y, de paso, le robaba otros 100.

En estas circunstancias extrañas, en las que los grandes productores de soja se sientan sobre su stock porque desean más y más devaluación (uno de ellos dijo que hacer eso era un acto de “libertad”, vaya uso vil de semejante palabra), el Gobierno se comporta como un ciudadano defendiendo la razonabilidad de los precios. En estas circunstancias, como en tantas otras desde 2003, Estado y sociedad van unidos.

Las preguntas, desde hace varios años, son siempre las mismas: ¿de qué lado de la economía debemos estar?, ¿estamos del lado de la “libertad” de stockear silobolsas o del que defiende con acuerdo de precios y políticas sociales la economía doméstica?
Primero aparecieron los “fondos buitres”, luego el “dólar buitre” y ahora los “precios buitres”. Entre estos elementos hay, sin dudas, una organicidad y una hermandad de factores impulsada por un staff donde los nombres pueden intercambiarse con otros, no así su ideología dominante.