Los graffiteros pintarrajean donde pueden. Donde no pueden no pueden. No se les ocurre ninguna creatividad frente a distintas e interesantes opciones que podrían ofrecérseles. No pintarrajean los autos flamantes y de alta gama estacionados en los grandes espacios de las fábricas o de los puertos o en los salones de vastas vidrieras a la calle; y tampoco se les da por pintarrajear los bellos e inmaculados frentes de las torres de lujo de los barrios oligárquicos. Y no se inspiran para “ embadurnar” de aerosol los estéticos  museos de pintura privados, los paisajísticos bungalows y chalets de los condominios exclusivos ni las paredes de los paquetísimos restaurantes de Puerto Madero. Ahí no los dejan ni asomar la punta del aerosol y menos de la gorra con visera rapera. No pueden y lo saben. Por eso saben que tienen  todo lo que es público y del Estado para hacer su faena artístico-vandálica. Para qué arriesgarse en aventuras con el poder privado si allí está lo público tan fácil.  Están  los trenes, las estaciones, las estatuas, los baños,  las placas de homenaje, las universidades públicas, los bancos de los parques, los frentes de las casas de zonas donde no hay vigilancia privada, las tumbas de cementerios populares. ¡Ay! graffiteros si los juzgaran Picasso o Antonio Berni, no pasarían la primera prueba de los colores elementales. Y si los juzgara hipotéticamente la moral popular y nacional les pondría orejas de burro y les intentaría enseñar la diferencia entre el arte y un mamarracho. Y entre la patria es el otro o el otro que se joda.