( Fábula de libre interpretación)

Amasó una fortuna sacándoles fotos a los seres más sufridos y marginados del mundo. Había adquirido una incomparable destreza para captar las arrugas, la sequedad, la aspereza cutánea, el envejecimiento precoz, la mirada claudicante, las bocas desdentadas de esas caras del altiplano, del desierto subsahariano y de los montes y salitrales remotos. Fundaciones filantrópicas y organizaciones altruistas auspiciaban y financiaban sus exposiciones itinerantes en las más ricas ciudades. ¡Qué mirada tiene usted para retratar el dolor! Le decían unánimemente personas tan ajenas a ese dolor que a sentir mucho apetito lo confundían con hambruna. Pero él sabía que el llanto brota más fácil al mirar el efecto que al entender la causa. Su colección de fotos era considerada de alta cotización artística. Los museos y galerías se la disputaban. Recibía cuantiosos subsidios y donaciones de organizaciones no gubernamentales con lemas filántropicos y libertarios. Lo respetaban de todos los credos. Tantos años haciendo lo mismo y las caras eran las mismas: sufridas y estragadas; arruinadas y toscas. Caras como saliéndose del estándar de la salud y de la vida. Que le habían otorgado la ventaja de no tener que inventar situaciones falsas para lograr una imagen trágica. Como sabía de otros fotógrafos premiados. Capaces de prenderle  fuego a una tapera a cambio de un alto resarcimiento al humilde residente y así lograr fotografiar en el anochecer la vivienda  incendiándose. Y en primer plano una criatura mestiza con ojos desorbitados escapando de su interior en llamas y salvándose de milagro. La criatura corría feliz de la paga que su actuación le deparaba. Foto paradigmática  para obtener distinciones famosas ésa. Pero él no había necesitado recurrir a ese fraude de tragedia que aún a sabiendas, todo el mundo dio por verosímil porque la foto era tan bella. Es que la tragedia humana resumida en una imagen consigue la compasiva mirada del espectador y lo exculpa de su ausencia de culpa.

Mientras descansaba en su terraza frente al mar, el fotógrafo, el de nuestro relato, pensó en su afortunado destino. Sobre la arena de la playa su copa semivacía esperaba que la alzara, y bebiera otro sorbo del cóctel color escarlata. Sí, pensaba, captar las caras de la pobreza había sido una buena opción. Porque ese mercado era continuo, inagotable. Fotografiar moda era más insensible y más eventual: la moda cambiaba vertiginosamente. La estética de la pobreza era siempre fiel a si misma y lo había convertido de fotógrafo pobre, del montón, a artista singular y rico. A veces dudaba si tanta obstinación en el tema no suponía un riesgo de cansancio del público. De ninguna manera, no hay público al que no le guste sentirse piadoso ante la pobreza mirada como espectáculo. Además  su sensibilidad estaba intacta como si hubiera estado fotografiando arquitecturas y paisajes bucólicos. Había logrado tanto oficio que sabía dónde y cuándo y cómo apuntar la cámara. Olfateaba las caras como un predador va eligiendo a su presa. Un rostro mugriento, roído por lo peor de la exclusión, y que le iba a dar frutos, nunca se le escapaba. A veces tenía que apurarse. Si tardaba perdía la foto. Y perdía la paga.  Pero él era más rápido que el destino. Y ante la más doliente y dramática escena actuaba en armonioso dúo con su cámara. Clic o Clac. Su ojo sensible llegaba siempre antes. En el instante justo antes del final. Cuando el dueño del rostro ya se estaba muriendo.

Aunque a veces no. Y no le quedaba más que  fotografiar a la muerte. Por eso en las entrevistas solía repetirse y decir: “Todavía me duele. No sé cómo pude sacar la foto”. Pero pudo, por suerte.