El Guasón, dirigida por Todd Phillips, es una obra maestra del cine, no solo por la memorable actuación de Joaquín Phoenix sino por el cuadro que desnuda: la sociedad en la que estamos (sobre) viviendo. Desde los Estados Unidos se la acusa de violenta, o peor aún, de propiciar la violencia. Porque es sabido que la Ciudad Gótica que exhibe la película es una metáfora de yanquilandia, cuna de todos los males. Y las acusaciones de ciertos críticos influyentes buscan que la gente desista de ir al cine, advirtiéndonos del contagio que puede desencadenar, incluso es posible que le resten alguna estatuilla (nunca la de mejor actor) poniendo en tela de juicio su valor artístico y limitando su mensaje al de un cine violento que genera violencia. Y poner el acento en la violencia, en la enfermedad o en la “locura” criminal del Guasón, es quitar el foco del causante de los padecimientos: el Estado y los gobernantes de turno.

   Arthur Fleck, antes de convertirse en El Guasón, o mejor dicho antes de ser empujado a ser El Guasón, es un ser doliente que pide auxilio, contención, pero que no es escuchado. Eso mismo le señala a la asistente social o psicóloga de cuarta que lo atiende pero que no lo entiende, Arthur le dice que no lo escucha y que siempre le pregunta lo mismo, pero es una trabajadora que pone piloto automático en cada sesión, que le importa un pepino el padecimiento de su paciente-cliente. Arthur está medicado. Vive con su madre, una mujer melancólica, vieja y borderline, con la que tiene un vínculo simbiótico y por momentos perturbador, al mejor estilo Bates Motel. Arthur trabaja de payaso en la calle y en el sector de oncología de un hospital de niños, trabaja donde nadie quiere trabajar. Vive en un edificio que se está derrumbando, como él. Y sufre, sufre golpizas y humillaciones. Avanzada la película, se va quedando vacío de subjetividad: se queda sin trabajo, sin ayuda social, sin tratamiento ni medicación, está en la lona. El estado lo abandona, porque como bien sabemos en estos lados del mundo, el recorte lo sufren los pobres.

   Y cuando un compañero, payaso también, le da un arma para que se defienda de eventuales golpizas, se desata el nudo del film. Porque cuando en una película, o en la vida real, aceptás un arma, es para usarla en algún momento. Y Arthur no es la excepción a la regla y gatillará para defenderse de un nuevo maltrato. Tres tipos, con trajes, representantes de una clase superior, están abusando de una mujer en el subte, y entonces Arthur los distrae primero con su risa nerviosa (el mejor síntoma de la historia del cine). Y la mujer zafará, pero él no, aunque ya no será solo una víctima pasiva de la violencia sino que allí se trasformará, empezará a notarse la metamorfosis. Mata, y matando va cobrando identidad, existe por vez primera, aparecerá en la primera plana de los diarios, en la tv. Y así Arthur empieza a ser El Guasón y tendrá seguidores que le darán consistencia a su ser y estar en el mundo.

   La locura es una construcción social. Y hay momentos sociales, como este, que son más propicios para enloquecernos. Los ajustes económicos. La falta de trabajo. La precarización laboral. El desmantelamiento de los sistemas de salud y educación. Ricos que acceden a todo y pobres que no pueden acceder a nada. Cada día hay más mujeres y hombres que son empujados a la nada, al dolor sin remedio, a la desesperación y a la locura, a ser Guasones.

   El Guasón es una película fundamental para entender de qué la va este mundo. Para comprender de una vez por todas que si no nos cuidamos entre todos y todas, nadie nos salvará. Es más, nos hundirán hasta la locura y la alienación para ser más fácilmente controlables. La injusticia social construye subjetividades perturbadas que luego son encerradas o medicadas, sin analizar las causas que desencadenaron esas perturbaciones. El ser sufriente pide ser escuchado. Y si esto no se revierte, cada día aparecerá un nuevo Guasón que será noticia, en Ciudad Gótica o en cualquier lugar del mundo.