En tiempos donde se nos enseña a ser egoístas, hay que estar más que atentos para que no se nos escapen esos seres especiales que vienen a trasmitir otros mensajes. Nora Cortiñas, al borde de cumplir 89 años, está por embarcar rumbo a Turquía. Antes estuvo en Japón, buscando que se visibilicen los delitos lesa humanidad cometidos en la Segunda Guerra contra mujeres esclavas sexuales. Pero también recorrió nuestro país para encontrase con los más necesitados, con los olvidados por las noticias y los políticos: los mineros, los pueblos originarios, los pobres. Pronto saldrá el libro que escribí sobre y con ella. La entrevisté durante largas jornadas en su casa. En mi doble condición de psicólogo y escritor, buceé en el mar de sus palabras, caminé por las playas de sus recuerdos y juntos ordenamos los papeles de su memoria de tantos años de vida y de lucha. Entre marchas y viajes tuvo el enorme gesto de abrirse y darme lugar para juntar ese material que no es más que un pequeño recorte y homenaje a su inmensa trayectoria humanitaria. Cuando en el 77, en plena dictadura cívico-eclesiástico-militar, desaparece Gustavo, su hijo mayor, Nora sale de su casa. Tiempo bisagra que divide su vida en dos, la esposa y la madre clásica construida entorno a los imperativos del patriarcado, se va convirtiendo en la Madre de Plaza de Mayo, símbolo de otra forma de ser mujer. Desde entonces enfrentó a todos los poderes de turno, golpeó una y mil puertas para recuperar a su hijo y para saber qué pasó con él y con los treinta mil desaparecidos. Con el curso de los años su lucha se amplió, incluyendo otros reclamos, siempre de manera pacifista y sin bandera política. Nora fue y es la voz de pueblos oprimidos, de mujeres maltratadas y asesinadas, de artistas censurados, de trabajadores explotados o desocupados. Nora caminó y camina junto a cientos de hermanas y hermanos que viven en la pobreza y en el olvido. Su lucha es similar a la que sostenía su hijo, que continúa desaparecido, quien se formó con las enseñanzas del padre Carlos Mugica. Hoy Nora Cortiñas es también ese hijo, absorbió su energía, tiene la fortaleza de la juventud en un envase de casi noventa años. “Hay que salir a las calles”, “No hay que bajar los brazos”, me dijo en varias ocasiones. Nora me enseñó un poco más acerca de eso que los psicólogos llamamos resiliencia, esa capacidad de reponerse y hacer algo con el dolor, de no quedarse en la cama, en la queja, en la resignación. Porque un pueblo sin capacidad de lucha, adormecido, es un pueblo dominado. Nora, junto a otras Madres, salió a la calle en tiempos donde el terror era la forma de dominación y control social. Nora salió igual, transformó el dolor en lucha. Hace unos días se cayó, estaba con invitados en su casa pero como nadie la vio, se levantó y siguió como si nada hubiese sucedido. Cuando el dolor se incrementó, recién ahí manifestó su malestar. Yo le dije entonces que así era ella, más para los otros que para sí misma, todo lo contrario de lo que hoy trasmiten políticos, empresarios, el capitalismos y los ciudadanos esclavos de este sistema. En un mundo egoísta, del narcisismo y del “sálvese quien pueda”, Nora es un mensaje de esperanza.

   Urge la lucha por un mundo mejor. Pero los seres humanos están más frente a las pantallas, embobados con series y demás virtualidades, que pensando y haciendo algo real para que el planeta no explote o no nos devoremos entre nosotros, con el triste resultado de que el más fuerte, es decir la clase acomodada, será la que sobreviva. Observemos y aprendamos de mujeres como Nora Cortiñas y hombres como Adolfo Pérez Esquivel, ellos son los símbolos vivos del trabajo solidario, altruista, comprometidos con los que sufren o buscan justicia. Ellos son las caras visibles de toda una generación con ideales y acciones claras. Muchos han muerto, los demás están bordeando los límites que impone la biología. Que no mueran es imposible, pero que sus ideas y acciones perduren y se multipliquen, eso dependerá de nosotros, si es que queremos vivir en un mundo mejor.