9. El “affaire” de los tractores

La reaparición del doctor Rofo conmocionó al café, inquietó al diariero Miguel, envalentonó a mi tío Rodolfo, perturbó todavía más los ya agitados almuerzos familiares de los domingos y supuso para mí un inagotable manantial de conocimientos. 

Con gran autoridad, el doctor confirmó que Juan Duarte no se había suicidado, lo que no era una hazaña digna de mención pues lo venía repitiendo hasta quedarse afónico el capitán Gandhi, aunque sin saber que le habían pegado un tiro en la espalda mientras trataba de escapar del país llevándose a Elina Colomer.

El disparo en la cabeza había sido hecho post mortem por los esbirros del Tirano con el exclusivo propósito de engañar al capitán Gandhi.

El capitán Gandhi andaba de acá para allá con el cráneo de Duarte y le había tomado el gusto a sacarlo de la bolsa para provocar los ataques de nervios de Fanny Navarro y desmayar al dentista, que recuperó el conocimiento recién cuando llegó al penal de Río Gallegos. En esos momentos quería asustar a Elina Colomer, ignorando que Duarte no sólo había muerto de un tiro en la espalda y no en la sien, sino que meses después había sido visto en el Copacabana Palace bailando merengue con Carmen Miranda.

–Todo lo que digo es verídico –afirmó el doctor ante la ira del Mudo y el escepticismo de Pablito Serún, quien, debido a su deficiente español, no creía posible que alguien estuviera tan loco como para bailar con un merengue–. Cada uno de estos hechos ha sido debidamente comprobado. Com-pro-ba-do –remarcaba el doctor. 

Hasta el diariero Miguel había empezado a escuchar las revelaciones del doctor con recelo y dando algunas muestras de desconfianza.

–Discúlpeme don Julio, pero horas después de que se supo de la muerte de Duarte, la madre y una de sus hermanas se presentaron en el departamento de la calle Callao y mientras intentaban ver el cadáver, la madre dijo que le habían matado a otro hijo. “¡Lo asesinaron!”, gritó. “¡Lo mató Apold!”

El doctor asintió, comprensivo.

–¿Pero lo vio?

La confusión de Miguel casi igualó a la de mi tío, que a esa altura –dos ginebras de don Manuel, un americano Gancia para el Pelado, el whisky on the rocks del doctor Rofo, el acostumbrado clarete del diariero Miguel y sendos Campari para Carlitos y Alberto Culacciati– se había extraviado definitivamente y observaba boquiabierto la conversación entre los dos mejor informados del barrio.

–¿Si vi qué? –preguntó Miguel.

–Le preguntaba si la madre y la hermana vieron el cadáver –el doctor paseó su mirada por cada uno de los adultos presentes– ¿Alguien vio el cadáver?

El Pelado, el Mudo, Carlitos y Alberto Culacciati y Pablito Serún negaron haber visto algún cadáver. Mi tío, por su parte, seguía boquiabierto.

–Y si nadie lo vio es porque se trató de un montaje, una operación de Inteligencia.

Desde la invisibilidad que me confería mi condición infantil escuchaba las revelaciones del doctor cada vez más convencido de encontrarme ante un caso de “Peter Fox lo sabía”, el radioteatro que escuchábamos antes del Glostora Tango Club.

–¿No se dan cuenta de que fue un engaño de Perón? ¿O alguien sensato puede pensar, seriamente, que iba a mandar asesinar a su principal testaferro? ¿O creen que no iba a sacar tajada de los negociados de Jorge Antonio y Miranda? ¿Y a nombre de quién iba a parar la fortuna que estaba haciendo el dictador?

–¿De quién? –preguntó mi tío Rodolfo con genuina curiosidad.

–¿Cómo de quién? ¡De su cuñado! –exclamó el doctor.

–De mi…

Mi tío retrocedió una vez más contra el frente bar, derribando ahora una botella de Pineral. El doctor lo observaba desconcertado. Miguel, que estaba en antecedentes, intervino a tiempo.

–No de tu cuñado, Rodolfo; del cuñado del Tirano habla don Julio.

Sin darle casi tiempo para suspirar, aliviado, el doctor prosiguió con su exposición ¡exactamente igual que Peter Fox!, me maravillé.

–El Dictador, hábilmente, nunca se mezcló en asuntos de negocios, pero recibía de todos un porcentaje y ponía sus bienes a nombre de su cuñado Juan Duarte.

–Por eso no le encontraron nada –dijo Miguel.

El doctor Rofo no iba a dejar pasar ninguna oportunidad de exhibir su superioridad.

–No exactamente, Miguel. Es cierto que recién ahora se está empezando a conocer la magnitud de su fortuna, pero ya se han encontrado 20 millones de dólares, 18 millones de pesos y varios kilogramos de oro.

Miguel aprovechó para recuperar terreno:

–¡Cuando llegó al gobierno casi no se podía caminar por el Banco Central de la cantidad de oro que había en los pasillos! ¡No dejó nada!

Ni yo ni mi tío Rodolfo, el Mudo, el Pelado, Carlitos y Alberto Culacciati ni, mucho me temo, el diariero Miguel, habíamos visto alguna vez el edificio del Banco Central ni sabíamos cuántos pasillos tenía, pero si tratándose de un Banco debía de por sí ser gigantesco, siendo Central tenía que ser todavía más grande que la sucursal del Nación de la avenida San Martín y Nicasio Oroño. Lo imaginé lleno de oro y comprendí que ni Sandokán hubiera conseguido robarle tantos lingotes, anillos y joyas al infame James Brooke.

Una nueva revelación del doctor Rofo me sacó de mis ensoñaciones.

–El más destacado de los pillos de que se valió el Dictador para que le dieran parte de sus ganancias fue nuestro conocido Miguel Miranda.

–El zar de la hojalata –apuntó el Pelado.

Yo, que nunca había oído hablar del tal Miranda, hasta ese momento había creído que el más pillo de los pillos era Jorge Antonio, pero gracias a los episodios de Miguel Strogoff que publicaba el Intervalo sabía que un zar iba a ser siempre más importante que un tipo que ni siquiera tenía apellido. 

–¡El zar de la chafalonía! –exclamó Miguel, henchido de indignación.

Como entre las tantas palabras cuyo significado ignoraba se encontraba “chafalonía”, mi admiración por Perón aumentó todavía más: no sólo había robado más oro que Sandokán sino que tenía trabajando para él al zar de la hojalata, al zar de la chafalonía y hasta al rey de Rusia.

–En los años de la guerra, Miranda se había enriquecido especulando y se convirtió en “industrial”, en uno de los personeros de la mistificación que el Dictador llamó la “Industrialización del país”, que en realidad consistía en fabricar heladeras, lavarropas, repuestos y otros artículos inservibles de la industria liviana con máquinas antiguas y materiales importados.

–¿Cómo inservibles...? –balbuceaba mi tío, seguramente pensando en su heladera mostrador de cuatro puertas, llena de quesos, fiambres, botellas de cerveza, sidra y vascolet.

–Pero para una verdadera industrialización –remachó Miguel–, para crear una industria pesada, nunca hizo un esfuerzo.

–No sólo no hizo el mínimo esfuerzo sino que se dedicó a repartir entre las masas el capital que podría haberse usado para una verdadera industrialización. El pueblo sufrió durante algo más de una década la más insidiosa y organizada campaña de envilecimiento de que se tenga memoria entre nosotros.

Miguel no quería quedarse atrás:

–Y así empezó la inflación, una verdadera carrera entre precios y salarios. 

–¡La inflación! –exclamó el Pelado– ¡No me hablen de la inflación!

El doctor aprovechó la interrupción del Pelado para retomar el control de la conversación.

–Un auténtico flagelo. El único medio de frenarla es el sacrificio de las masas populares, cuyo desmedido afán de mejoras sociales (que por su escasa preparación no merecen), nos perjudica a todos. Pero el dictador creía que podía seguir halagándolas haciendo pensar al pueblo que todos somos iguales.

Miguel dio un respingo.

–Pero si todos somos iguales. Lo dice la...

–Estoy completamente de acuerdo, Miguel –interrumpió el doctor en tono apaciguador–, pero eso será luego de un proceso de educación y una vez que cada uno comprenda cuál es su lugar.

Miguel, que ni en una borrachera de clarete con soda hubiera estado dispuesto a aceptar que el Mudo, el Pelado, Carlitos y Alberto Culacciati y, mucho menos, Pablito Serún eran iguales a él, asintió a las palabras del doctor Rafo como si las hubiera dicho el mismísimo Juan B. Justo.

–Tiene razón, don Julio. Pero el pueblo no es culpable.

–¡Por supuesto que no! –el doctor pidió otro whisky doble on de rocks que puso a mi tío al borde del colapso hepático, y continuó– La culpa es de Perón, que nombró a Miranda al frente del IAPI...

El Pelado meneó la cabeza con gesto de pesadumbre.

–¡No me hable del IAPI!

Era otra palabra nueva, pero el doctor estaba tan embalado que no me dio tiempo a tratar de entender.

–... que pagaba 10 al campesino lo que vendía a 50 o 100 a los extranjeros. Así ingresaron al país fabulosas sumas de dinero, con las que el genio de las finanzas se dedicó a comprar, en primer lugar, deshechos de guerra. Tanques anticuados, ametralladoras y camiones veteranos. Pero para qué me voy a extender.

El Mudo tapó con su mano izquierda la bocina del teléfono, y se volvió hacia el doctor.

–Sí, para qué se va a extender.

La mandíbula de Miguel tembló convulsivamente, pero antes de que pudiera increpar al Mudo, el doctor prosiguió:

–Hubo negociados fantásticos e increíbles. Acuérdense del “affaire” de los tractores.

Como nadie se acordaba del “affaire” de los tractores, el doctor se vio obligado a detallarlo, lo que pocos días después casi desató una tragedia familiar. 

Fue el domingo. Mi tío Rodolfo dejó el vaso de vino sobre la mesa, se zampó unos cuantos ravioles y sin dejar de masticar, explicó:

–¿Sabían que Miranda compró una vez 10 mil tractores en Estados Unidos  a una firma Brown o Smith?

El tío Polo dejó de comer y, sin soltar los cubiertos, que aferraba hasta blanquear sus nudillos, miró fijamente al tío Rodolfo.

El tío Rodolfo trataba de repetir exactamente la explicación del doctor Roffo, pero a veces tenía pequeños y desafortunados traspiés.

–Que es como decir Pérez García –“Juan Pérez”, había dicho el doctor.

–Pérez García no es una firma sino un radioteatro –apuntó mi tía.

–Está por decir una boludez –murmuró Polo en voz tan baja que creo haber sido el único en escucharlo.

–Gastó decenas de millones, pero cuando los pusieron a funcionar, resultó que en lugar de las ruedas giraba el tractor.

Mi viejo no se pudo contener y estalló en carcajadas.

–No te rías José, que esto lo publicaron los diarios.

Las lágrimas corrían por las mejillas de mi viejo, que no conseguía controlar sus carcajadas. Eran tan genuinas que resultaban contagiosas, de manera que a los pocos segundos todos reíamos en la mesa, hasta mi hermana y mi primo, que ni siquiera sabían que podía ser un tractor. Todos reían, menos Rodolfo, sorprendido por las risas, y Polo, que lo miraba fijamente.

–En cuanto se lo ponía en primera, las dos grandes ruedas traseras se clavaban en su sitio mientras se levantaba la nariz del tractor hasta darse vuelta para atrás.

Rodolfo acompañaba la explicación imitando con sus manos el extravagante comportamiento del tractor cuando fue sorprendido por un trozo de pollo que se estrelló en su cara, haciéndole saltar la dentadura y los anteojos. Por suerte era la pechuga y no una pata, de manera que su impacto directo no provocó mayores daños. Pero inmediatamente después vi volar sobre la mesa el plato de ravioles de Polo.

–¡No puedo creer que seas tan pelotudo! –gritó Polo.

–Los lentes, los lentes –decía Rodolfo, que, ya de rodillas, tanteaba el piso.

Mi tía y mi vieja empezaron a gatear en la cocina en busca de los anteojos y la dentadura de Rodolfo. Las carcajadas de mi viejo recrudecieron, seguidas de las mías y las de los más chiquitos. Hasta mi vieja y mi tía parecían tentadas. Los únicos que seguían sin reír eran Rodolfo y Polo.

Lo de Rodolfo era lógico: de un golpe de pollo, como quien dice, se había quedado sin anteojos y sin dientes, pero el enojo de Polo me pareció incomprensible.

Cuando tiró la servilleta sobre la mesa y se fue a su pieza, me quedé pensando que todos los peronistas eran incomprensibles: se jactaban de cuanta tropelía hubiera sido capaz Perón y se enojaban por las cosas buenas que hizo. Fíjense si no: Perón había inventado un juguete fabuloso, un tractor de 3 metros de largo y 7 toneladas de peso que giraba sobre sí mismo como los monitos de lata que empezaban a llegar de Estados Unidos. Y los peronistas se enojaban.

No conseguía entenderlo.

Se ve que yo tenía todavía mucho que aprender para convertirme en un auténtico agente secreto peronista.

*Publicado en Revista Zoom