7. El asesino en casa

No era raro que de pronto, en cualquier momento, uno se acordara de Archie Moore. La historia del romance de Perón con el campeón mundial de los medio pesados estaba en todas las conversaciones y hasta parecía ser tomado con naturalidad por los peronistas. Por ejemplo, Alejandro, un chico del pasaje Bélgica, me contó que cuando el campeón llegó por primera vez al país, en 1951, sabedores de que su primera pelea sería con Alberto Lovell, los estudiantes de la FUA lo habían ido a ver para pedirle que lo noqueara. 

–Le dijeron que Lovell –explicó en voz baja Alejandro– trabajaba de pegador para Lombilla y Amoresano.

Permanecí en silencio, expectante, esperando que me dijera quién era ese Amoresano, del que oía hablar por primera vez. En cuanto al otro, cualquiera sabía qué era una bombilla.

Alejandro bajó todavía más la voz.

–Eran interrogadores de la Sección Especial. Parece que lo llevaban a Lovell para que fajara a los detenidos. 

Por lo que pude saber preguntándole a mi viejo, Lovell había sido campeón olímpico en 1932 y en cuanto se hizo profesional ganó el campeonato argentino y sudamericano. 

No me digan que no era raro que el campeón argentino y sudamericano de los pesos pesados se dedicara a pegarle a los presos en una comisaría teniendo que entrenarse hasta el agotamiento para que no lo fajaran a él, pero pasaban cosas todavía más raras.

–Vos viste cómo tratan a los negros en Estados Unidos –dijo Alejandro. 

Yo no había visto nada, pero igual asentí. Alejandro era más grande y debía saber. Fíjense que escribía con plumín sin llenar la hoja de manchas de tinta, lo que para mí constituía una auténtica hazaña.

–Así que cuando el yanqui se enteró de que Lovell le pegaba a los presos –prosiguió Alejandro– le agarró una bronca bárbara y lo noqueó de entrada nomás.

Los boxeadores que le pegaban a los presos debían ser muchísimos, porque a esa altura Archie Moore ya había noqueado como a 150 tipos. Pero ¿por qué directamente no lo noqueó a Perón?

Alejandro me miró como diciéndome “Pibe, vos no entendés nada”. Y tenía razón. Yo era nuevo en eso de ser agente secreto peronista ¿cómo se me ocurría que alguien pudiera noquear a Perón?

–En cuando el negro lo semblanteó –explicó Alejandro– se dio cuenta de que el Pocho lo iba a dormir a él de un tortazo, así que no se quiso arriesgar.

Sí, indudablemente había pasado eso. Archie Moore era yanqui, pero no boludo.

–Hay que entenderlo al grone –dijo Alejandro con tono condescendiente–. Recién acababa de llegar y los contreras, que eran estudiantes y bacanes, peinados con gomina y de traje y corbata, lo convencieron. No les costó mucho, porque andá a saber las cosas que andan diciendo los yanquis de Perón.

Imposible siquiera imaginarlo, pero para hacerse una idea alcanzaba con prestar atención a lo que decían Ariel Delgado y los uruguayos de radio Colonia. Durante los meses previos a la revolución, mi viejo –no obstante las protestas de mi vieja, pendiente del radioteatro–, la sintonizaba apenas llegaba del trabajo, aunque a un volumen muy bajito, para que no escucharan los peronistas. Y todavía seguía sintonizándola, ahora para enterarse de las peleas entre los contreras, que de buenas a primeras habían pasado a ser gorilas.

–Lo que no calcularon los estudiantes –proseguía Alejandro, ajeno al desconcierto que me provocaba ese extraño mundo que empezaba a descubrir, donde los simios manejaban barcos y andaban de uniforme, como si estuvieran en un circo– fue que en cuanto Archie Moore conoció la obra de Perón y Evita, inmediatamente se hizo peronista.

Alejandro sacó de uno de sus bolsillos una gruesa tiza de color negro y empezó a escribir en la ochava de la esquina de Caracas.

–No sólo se afilió al partido y usó luto por Evita –dijo sin dejar de escribir–, sino que se metejoneó de Perón. Y por eso pasó lo que dicen que pasó. Y ahora, rajemos.

Y salió corriendo por el pasaje.

Me quedé mirándolo, sorprendido, mientras desaparecía en un zaguán, a mitad de cuadra. 

El mundo estaba mucho más lleno de locos de lo que había pensado. Me di vuelta para volver a lo de mi tía y leí en la pared, escrito con la letra parejita de quien no llena la hoja de manchas de tinta: “Puto y ladrón lo queremos a Perón”.

Sí, evidentemente yo era muy nuevo en eso de ser agente peronista. Fíjense que cuando por culpa del diariero Miguel imaginé a Archie Moore pidiéndole “porquerías” en la cama Perón había estado a punto de desmayarme de la impresión. Y resultaba ser que los peronistas teníamos que sentirnos orgullosos de que Perón se aguantara un negro en la catrera y se robara los permisos de importación.

Seguía en el bar, tratando de entender ese extraño mundo en el que sin casi darme cuenta me había ido metiendo mientras fingía no escuchar la interminable cháchara del Mudo, el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati, últimamente animada por la participación estelar del diariero Miguel. En ese momento Miguel estaba demostrando que Duarte no se había suicidado. 

Yo acababa de limpiar la mesa de la ventana de Gavilán en la que se había sentado el pensionista de doña Carmen, la del pasaje, que pedía su acostumbrado express acompañado de un Cinzano con soda y una medialuna de grasa. Como quien no quiere la cosa, me arrimaba al mostrador, un poco para escuchar mejor, y otro poco para manotear de la heladera una botella de Vascolet. Ya se acercaba la hora de tomar la leche.

Miguel siguió su discurso, indiferente al hecho de que hubiera un niño entre sus oyentes, seguramente convencido de que la letra con sangre entra.

–Y Perón anunció –exclamó Miguel– que terminaría con todo el que estuviera coimeando o robando en el gobierno. Y que no iba a tolerar alcahuetes a su lado. 

–Los coimeros se asustaron...

Miguel miró admirativamente a mi tío Rodolfo y asintió.

–En esos momentos llegó al despacho de Subiza –¡Subiza, otro nombre nuevo que tenía que aprenderme!– su hija María Luisa, y encontró al ministro muy preocupado. Tanto era su nerviosismo que en menos de media hora ingirió calmantes tres veces y dijo: “No creas si te dicen que estoy preso o que me han muerto a mí o a Duarte. No creas nada de eso”.

El Mudo había terminado de pasar números de la quiniela, apoyó el teléfono de vela en el mostrador, colgó el auricular en la horquilla y manifestó su escepticismo.

–¿De dónde sacás esas cosas? ¿Te las cuenta Ghioldi?

El rostro de Miguel se tornó borravino y sus ojos se inyectaron de sangre. Enarboló el ejemplar de La Razón como si fuera la antorcha olímpica.

–¡No lo digo yo, lo dicen todos los diarios! ¡Y radio Colonia!

El Mudo agachó la cabeza, vencido.

–¿Era el de Subiza –se preguntó algo retóricamente el diariero Miguel– el miedo de quien siempre temió ser asesinado, o sabía que los acontecimientos de esos días podrían producir su desaparición violenta? No es posible saberlo. Lo cierto es que no fue él sino Juan Ramón Ibarguren el que murió pocas horas después. Y Perón aprovechó para suspender la investigación, que no sólo se proponía indagar sobre la responsabilidad de Duarte, sino de la de todo el personal de la presidencia, empezando por él mismo.

Con eso de Ibarguren y Duarte me tenían mareado. ¿A quién habían matado, al fin de cuentas?

Y digo “matado” porque la información oficial sobre el suicidio no había convencido a nadie, no por lo menos a Miguel, al Pelado, a mi tío Rodolfo, al capitán Gandhi, a la Junta Consultiva y a la prensa libre de acá y del mundo.

–Miren lo que dice el informe de la Comisión número 58 –Esa era la de Gandhi–: “La investigación realizada a dos años del episodio no ha podido llegar al esclarecimiento total de la verdad, pero ha recibido declaraciones y ordenado pericias que hacen presumir que Duarte no murió por su propia voluntad.

–¡¿Dice que no murió?! –preguntaron al unísono Carlitos y Alberto Culaciatti– ¿Y dónde está?

Miguel no se dignó aclarar la confusión de los hermanos y leyó.

–“Por lo pronto cabe señalar que ni los vecinos ni el personal de servicio de Juan Duarte escucharon disparos en la noche del 8 de abril de 1953 y primeras horas del día siguiente. En cambio, una señora que reside frente a Callao 1944 oyó, en las primeras horas de la madrugada, dos ruidos que provocaron su atención. Asomada a una ventana que da a la calle observó que dos personas descendieron de un automóvil llevando entre ellas a otra imposibilitada, hecho que atribuyó a un exceso de bebida”. 

–Lógico –acotó súbitamente el Pelado, sobresaltando a Carlitos y Alberto Culacciati–. Ese debía andar siempre borracho.

Pero Miguel no se iba a dejar distraer.

–Otra testigo –dijo–, moradora de un departamento ubicado justamente sobre el de Duarte, declaró que al entrar en el edificio a las 2 de la madrugada tuvo miedo porque, contra lo habitual, el vestíbulo estaba a oscuras. Y no bien traspuso el umbral observó que en el interior de la casa había cuatro hombres con linternas, que maniobraban sobre una consola. 

Nadie entendió qué podía ser una consola, pero todos continuaron pendientes del relato mientras yo seguía hurgando con disimulo en la heladera mostrador en busca de la botella de Vascolet.

–Todavía asustada, la vecina se apuró a tomar el ascensor, y ya estando éste en movimiento, advirtió sobre el piso una mancha de sangre. Mientras subía vio, a través de las puertas plegadizas, que el departamento de Duarte estaba abierto.

Luego de un silencio teatral Miguel exclamó: 

–¿Y? ¿Qué me cuentan? ¿Lo mató o no lo mató?

–¿Quién? –peguntó Carlitos Culacciati.

–¿Cómo quién? Él.

Mi tío Rodolfo, que no veía bien debido a su hábito de tener los anteojos siempre manchados de grasa, seguía en ayunas y se había zampado ya bastante más de un par de Cinzanos, dos ginebras y algún Campari, retrocedió hasta chocar contra el frente bar.

–¡¿Yo?!

–¿En serio el diario dice que lo mató Rodolfo? –se extrañaron Carlitos y Alberto Culaciatti.

–Iste Rodolfo simpre hiciendo macanas –acotó Pablito Serún mientras mi tío miraba a los demás con expresión de espanto.

En ese momento mi vieja me llamó a tomar la leche y tuve que salir del bar. Mientras me iba, me di vuelta y observé que todos estaban pendientes de lo que fuera a decir mi tío.

Por culpa de mi vieja quedé convencido de que había sido mi tío Rodolfo el asesino de Duarte. 

O de Ibarguren. 

Vaya uno a saber.