Lo que la prensa liberal se ha apresurado a rotular como “embestida del Gobierno contra la Corte Suprema de Justicia”, debería ser mirado con la frialdad del análisis y no con la pasión del prejuicio. El interés del Gobierno por la situación del ministro del máximo tribunal, Carlos Fayt, debería ser también una preocupación de la sociedad y de la prensa.

La Corte Suprema está operando en una situación irregular, con tres ministros menos debido a las muertes de Enrique Petracchi y Carmen Argibay, y a la renuncia de Eugenio Zaffaroni. Nunca antes en toda su historia, desde su formación en 1863, funcionó con cuatro miembros, lo que debería despertar la preocupación de quienes se definen a sí mismos como defensores de las instituciones de la República.

Si esa preocupación no se despierta no es por causas institucionales republicanas, sino por el cálculo político de quienes siempre han visto al Poder Judicial como un principado indeleble capaz de afectar, cuando no de desautorizar, al poder popular de las democracias.

Dejando de lado las especulaciones acerca de qué cosas no hubiera hecho la oposición política y mediática si el caso que tratamos no fuese el del ministro Fayt, sino el de un imaginario “miembro K” de la Corte o del Poder Ejecutivo, podemos considerar que el caso mueve varias reflexiones, entre ellas, y en primer lugar, sobre el asunto de la edad.

Carlos Fayt tiene 97 años y es ministro de la Corte Suprema desde el 21 diciembre de 1983. Los números de su permanencia en uno de los cargos más altos de las instituciones de la Nación no deberían objetarse por prolongados, porque los argumentos contra la longevidad (como aquellos otros que actúan contra la supuesta inmadurez de la juventud) no pueden prescindir de aquella persona a quienes son aplicados.

Fayt ha demostrado idoneidad para llegar a su cargo y para mantenerse en él a lo largo de los años. Salvando las distancias, ocurren casos similares con personas de edad que siguen ejerciendo sus cargos por idoneidad, como puede verse en las universidades en las que los profesores de prestigio siguen enseñando mucho más allá de la edad de su jubilación.

Pero la situación cambia drásticamente si esa persona de edad muy avanzada, y con permanencia por décadas en sus funciones, no cumple con las tareas que el cargo le asigna. El juez Fayt no concurre a su lugar de trabajo. Lo que no sería significativo si, a cambio, sus opiniones y su presencia, aún cuando fuese de modo indirecto (una entrevista televisiva o una carta de puño y letra, por dar dos ejemplos) aparecieran públicamente de vez en cuando.

Como eso no ocurre desde hace mucho tiempo, no sólo el Gobierno sino también la sociedad, tienen derecho a pensar que Fayt se encuentra cautivo de los intereses de la Corte Suprema y que, de ser así, serían intereses políticos y no institucionales. Nadie sabe con quién habla el ministro, ni con quién discute los acuerdos entre sus colegas, ni si sus decisiones son tomadas a su saber y entender. Es un misterio que a muchos les interesa conservar.

Recordemos la alarma de la prensa “republicana” cuando la Presidenta atravesó indisposiciones de salud. Lo menos que se imaginaba era que se ocultaba algo. Incluso la imaginación no se detenía ni siquiera cuando la jefa del Estado se reponía y reaparecía en público. Pero con Fayt parece que la misma prensa y la misma oposición prefieren conservarlo en la Corte como un secreto que no juzgan necesario revelar a la sociedad.

Dijimos que desde su creación en 1863, la Corte Suprema de Justicia de la Nación nunca funcionó con cuatro jueces porque estábamos contando a Fayt. Pero lo más probable, hasta que se pruebe lo contrario, es que esté funcionando con tres ministros y un cuarto ministro fantasma. El abogado de Carlos Fayt, Jorge Rizzo, dijo que habla con él y glosó sus conversaciones. Si es así, no se entiende por qué Fayt no habla en público. Para mantener la salud de Fayt como un secreto de Estado, Rizzo no sólo acudió a decirle a la sociedad que la prueba de la buena salud del ministro está en él (en Rizzo, no en Fayt). También dijo, con una lógica ajena a cualquier escuela, que “la capacidad se presume y la incapacidad se demuestra”. En verdad, las dos cosas son demostrables, pero en ambos casos hay que sacarlas del ostracismo y ponerlas a la vista. De lo contrario, podríamos presumir la incapacidad.