Cuando mi hijo dijo insinuó que a lo mejor podía llegar a ser hincha de Boca todos, padre, abuelos maternos y paternos,  tíos y primos, lejanos y cercanos, entró en un colapso generalizado. Sólo faltó la propuesta de la necesidad de terapia familiar para resolver “semejante problema”.

Esta situación que todos vivieron  catastróficamente a mí, hincha de nada, me enorgulleció por un lado. Estaba feliz con la idea de un hijo de tres años rebelde y que cuestionara el orden establecido y que pudiera ser libre a la hora de elegir, sin embargo, esta libertad parece que sólo era parte de mi imaginación. Y me entristecí profundamente.

El egoísmo de esos adultos desesperados para que este niño de 3 años repitiera como  un loro y sin ningún tipo de comprensión el discurso dominante: “soy de River, el más grande” crecía proporcionalmente a la insistencia del pequeño de “a lo mejor” ser hincha de otro equipo.

Me dolió, además, darme cuenta a partir de esta situación cómo las familias se encargan de imponer su deseo desde tan temprana edad aprovechando la necesidad que todo ser humano tiene de ser querido por sobre todas las cosas y abusando de los escasos recurso de un niño para cuestionar lo establecido y poder pegar un portazo y a cantarle a magoya con River y la marencoche.

Además, sentí una desilusión absoluta porque pensé que estaba rodeada de adultos y me encontré con otros niños pero de más de 40 que toman como un acto de desamor que un nene  de 3 elija “a lo mejor” algo diferente a lo que ellos consideran “lo mejor”.

Traté de explicarle a mi hijo que nadie lo iba a dejar de querer si era hincha de otro equipo de fútbol que no fuera el de toda la familia, y cuando digo toda la familia, digo la del padre y también la de la madre, es decir, yo, aclaro esto para que no suene a una carta de agravio contra nadie en particular, esto es sólo a modo de reflexión.

Ante mi insistencia acerca de que nadie lo iba a dejar de querer, mi hijo me respondió:  “pero todos se ponen tristes y no me gusta que estén tristes”.

Busqué cómplices a mi alrededor: amigos, amigas, compañeros de trabajo, conocidos, allegados y hasta consulté con desconocidos en cuanto tenía la oportunidad de cruzar más de una palabra con ellos. Unánime, con alguna  excepción que confirmó la regla: El equipo no se elije.

“Sos del cuadro de tu papá”, dijeron los machistas;  “para el padre es muy importante”, me contestaron otros no menos machistas. “Gisela, no entendés nada, el cuadro no se negocia”, me descalificaron otros, más envalentonados.  “Se es y punto, no se discute”, se jactaron esos, que para muchos temas se hacen los democráticos.

Y parece que así estamos, atrasamos y mucho como sociedad, creyendo que el equipo se hereda como si fuera genética.

Cuestión, llenaron al niño de remeras, bufandas, gorros, buzos, y de todo lo que circula en el mercado textil blanco y rojo y con escudo y hasta llegaron a pretender que el niño no usara, por las dudas, nada de colores  azul y amarillo. Y nada es nada, ni sábanas, toallas, medias, calzoncillos, remeras, camperas, zapatillas, etc.

Mientras el niño seguía haciendo planteos y cuestionando la imposición familiar y la familia insistiendo en lo no debatible del tema, en vano traté de explicarle que cada uno puede ser hincha del equipo que mas le guste. Ahí fue cuando me di cuenta que él sólo conocía a River y a Boca. La estrategia de la desinformación.

Mi hijo, quien pretendo se críe en un marco de libertad como para poder, sin miedo, cuestionar lo establecido o por lo menos ponerlo en duda, para después elegir, no contaba con la información suficiente para eso. Lo que me parecía más injusto aún. Parece que en cuestión de herencia no hay justicia. Ni más clubes que Boca y que River.

Desde hace unos meses los ídolos de Rafa son Barovero y Pisculichi, a quienes quiere invitar a su cumpleaños, además, me cuenta cómo salió River cada vez que juega y simulo interés y, confieso, que casi que empieza a interesarme; obvio mira los partidos y emite sonidos del tipo “nooo”, “siii”, “uhhh”,  “ayyy”; y el domingo pasado, fue finalmente por primera vez a la cancha  con su gorro, su remera y su bufanda.

“Mamá, voy a ir siempre a la cancha”.

Fin.