Caos. Sobrevivientes de guerras petrolíferas,

martirio, invasiones, sin trabajo en sus países

o con labor esclava, salarios para no subsistir,

miles de migrantes alucinan viajar lejos, lejos.

Solos bajo el cielo, fe y mochila por equipaje,

apiñados entre las voces de la noche y ebrios

de aire marino buscan una alborada: salvarse.

Flamean sus almas frente al desnudo viento,

atisban con ojos cerrados un puerto invisible

imaginado en esa devastada llanura africana,

oyen con oídos hambrientos el canto de aves

aún mudas (esperándoles) en la nueva ribera.

Sin tiempo a saber palabras en otro idioma

ni a escuchar sus pasos en un nuevo hogar

ríen y tejen fantasías para mañana, aunque

el espejismo de huir agoniza frente al miedo.

Nada poseen salvo aquella débil esperanza

al rezar danzando sobre las peligrosas olas;

cesa el hechizo de la última estrella del alba

cuando el rocío se convierte en un temporal

y los refugiados en barcazas invocan a Dios.

Sus labios sellados por una silenciosa pena

se hunden en el Mediterráneo o en el Egeo.

Perdido un futuro que jamás tendrá nombre,

caen niños a su tumba de agua: “Soñemos

que vivimos dichosos en otro tiempo y país”.

Perduran sus gritos tras cruzar tierras antes

del mar que divide como una voraz aduana.

¿Por qué tantas ilusiones no llegan a la orilla?

Si arriban surge otra mancha: la desigualdad.

Dios no te pide aceptar vivir. No hay elección.

Vida del desheredado, no serás nunca dulce.