I) Camino a su fugaz procerato, la figura del fiscal Natalio Alberto Nisman fue izada en la tarde del 18 de febrero, en la Marcha de Silencio organizada por la autodenominada “Comunidad Judicial”. La convocatoria ha agitado una apretada versión heroica del “fiscal que denunció al poder y apareció muerto”, logrando –en consecuencia- movilizar a una porción de la ciudadanía como última defensa ante lo que se considera un acto criminal que ha cruzado todos los límites. Un grupo de fiscales -en natural representación de la comunidad judicial y sin otro interés que el homenaje al colega que encontró el desgraciado final por haber llevado su investigación hasta los resortes más sensibles del poder- se ha encargado de este llamamiento a la sociedad ante un abismo político sin precedentes. Señales de alarma suenan por doquier, la vida institucional está en peligro, el Mundo nos mira azorado, en fin, todos tenemos miedo de vivir porque el crimen político ha regresado. “El Régimen salió a matar” –dijo con su proverbial mesura Elisa Carrió-. “Adelantar las elecciones” –aconsejó el ex diplomático de la academia menemista, Jorge Asís-.

En trazos gruesos, ese es el contexto en el que los sectores de oposición buscan inscribir la muerte de Nisman: momento definitivo de la crisis del kirchnerismo, clausura de su proyecto político, ruidosa caída de cualquier aspiración de continuidad.

II) Ahora bien, quienes profesan hoy la fe en esa versión de la muerte del fiscal Nisman (simplificando brutalmente: lo mató Cristina por denunciarla) y se han sentido convocados a marchar, muy probablemente creían en ella desde antes, bajo las distintas inflexiones derivadas de considerar a este gobierno como una tiranía homicida. Esta interpretación de los hechos no crea convicción sino en quien ya la abrazaba desde antes fervorosamente. De modo que los estímulos de la prensa dominante y del sector más conservador del Poder Judicial por imponer esta versión como bandera de la convocatoria, no abrevan sino en esa porción de la sociedad profundamente antikirchnerista, que hoy marcha por un sujeto apellidado Nisman –del que no es exagerado decir que desconocen todo-, como en los últimos años marchó por la inflación y la restricción a la compra de dólares, como en 2008 en ancas de “el campo”, en 2004 por el endurecimiento de las penas, en 1955 por Corpus Christi o en 1945 por la Democracia y la Constitución. Este llamamiento interpela a este sector social y este sector asiste, a sabiendas o no de la tradición en la que decide inscribirse. Quiero decir, las multitudes movilizadas el 18 de febrero no acudieron sólo por el poder de persuasión de los medios –que existe, naturalmente-, sino porque esa versión de los hechos, se encontraba ya prefigurada como sentido común en sus entendimientos. Si el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner es una dictadura, el crimen político es una consecuencia lógica de aquella premisa. Lo son, también, el alineamiento con el terrorismo internacional, las implacables mafias destinadas a encubrir el homicidio del fiscal, la sórdida corrupción de sus funcionarios, etc. Estos fenómenos –para el grupo social que adhiere a esa premisa mayor- no necesitan demostración en el plano argumental; meros, endebles estímulos -a eso han quedado reducidas las “noticias periodísticas”- corroboran una creencia preexistente. Estoy nombrando a un núcleo mayormente perteneciente a las capas altas y medias urbanas que constituye un entresijo de la sociedad argentina –tal vez, un duro tercio- con una consistencia ideológica que, por razones materiales o aspiracionales, se ha mostrado y tal vez se mostrará siempre profundamente adverso a toda política que pretenda una distribución de la riqueza a favor de las mayorías populares, considerándola propia de una demagogia despótica (al menos, desde Hipólito Yrigoyen para acá demostró ese comportamiento). En consecuencia, no debería asombrarnos la profusa concurrencia a la asamblea del 18 si consideramos que los actores político-judiciales convocantes, los desahogos de los manifestantes y la incitante cobertura mediática muestran lo que en verdad esa marcha ha sido: una más en la serie de expresiones públicas de repudio a un gobierno popular. Inscribirla en la serie histórica de las manifestaciones contra dichos gobiernos me parece, en esos términos generales, correcto; leerla en sus particularidades, provechoso; sobredimensionarla como un golpe de estado en marcha, un completo error.

III) Se me dirá de la vocación profundamente antidemocrática de los actores políticos que planearon esta manifestación, entramándola con la anodina denuncia del fiscal en enero y su violenta muerte pocos días después. Desde luego. Sabemos que dichos actores sólo aceptan las reglas del juego democrático mientras ganen y sería necio negar que están deseosos de patear la mesa y hacer volar el tablero en la adversidad. Pero reconocer esas aspiraciones y descreer en todas y cada una de sus opulentas invocaciones a la República, no debería hacernos confundir esos deseos destituyentes con sus reales capacidades de materialización –que es lo que, en verdad, cuenta-. Emparentar este ataque político de enero con los golpes llamados “blandos” en Paraguay y Honduras, no sólo es desconocer las notables diferencias (la famélica estructura partidaria de Lugo, la gravitación del ejército hondureño y el cisma en el mismo partido Liberal que llevó al poder a Manuel Zelaya, por casos), sino que es, además, subestimar la enorme capacidad del entramado político del Frente para la Victoria. Y es en el despliegue de esa capacidad donde el gobierno nacional tiene más chances de relanzar su proyecto: resolviendo el problema de la sucesión, sosteniendo niveles altos de empleo, consumo y esparcimiento, estableciendo alianzas que permitan financiar obra pública de importancia estratégica, ampliando derechos a sectores relegados, profundizando una reforma judicial, etc. Mientras no se detenga el flujo del avance político en la dirección trazada por Néstor y Cristina Kirchner, las escaramuzas antidemocráticas quedarán en grado de tentativa, el duro tercio antipopular quedará aislado y podrá ampliarse sustantivamente la base electoral del Frente para la Victoria generando adhesión en ese otro tercio de la sociedad, fluctuante, que no es kirchnerista pero tampoco febrilmente opositor.

IV) No he dicho una palabra sobre las causas de la muerte del fiscal Nisman –en medio de la madeja de conjeturas y operaciones de prensa, lo más  firme de la prueba colectada parece robustecer la idea de un suicidio-. Lo que me interesa es el valor político que cobra esta muerte. Considerarla como un golpe de Estado en marcha es una sobrestimación evitable, desacierto simétrico al deseo de la oposición de que esto marque el añorado fin del ciclo kirchnerista. El peligro de esta lectura sobrestimada –confiriéndole al adversario un poder del que carece- puede conducir a equivocaciones como romper un diario en una conferencia de prensa, sugerir recusaciones contra los jueces y fiscales que marcharon el 18 o asignar a un difuso y desprestigiado Partido Judicial un rol desestabilizador que en otros tiempos cumplieron las Fuerzas Armadas. Si consideramos lo difícil que sería en la Argentina de hoy aceptar, así como así, la interrupción al orden constitucional, la mirada entonces debiera dirigirse al juego de las fuerzas de oposición dentro de las reglas democráticas, de cara a las primarias y a las elecciones de octubre. Y en este sentido, la marcha del 18 también puede leerse como un intento bastante desesperado de lograr una articulación política que le dé a las fuerzas opositoras una consistencia que sus viscosos y contradictorios programas políticos, la discordias de sus dirigentes y la carencia de un aglutinador y firme liderazgo no pueden proveer. Esa tarde asistimos al desahogo crispado de los que insultan a Cristina Fernández, a dirigentes de partidos políticos marchando cada uno por su lado, sin consigna que los aúne ni discurso que pregonar a la multitud, a un opaco dirigente sindical elegido como vocero para anunciar a la multitud un minuto de silencio y a un grupo de cinco fiscales que han pensado a esta marcha como un acto procesal de sus propias defensas. La organización del adversario dista mucho, me parece, de ser perfecta.