Del Barrio Evita al infinito
“Con la transformación del viejo capitalismo desaparece el internacionalismo obrero. Lo que se internacionaliza es el capital. El agente de cambio revolucionario pasa a ser el nacionalismo colonial. La revolución no se produce en los países más adelantados, sino en los más atrasados”. Rodolfo Walsh escribía este diagnóstico en sus notas personales en 1969; en agosto de 1969, cuando las esquirlas del Cordobazo aún mantenían a los intelectuales y a los cuadros políticos más importantes en vilo en pos de encontrar un diagnóstico lo más exacto posible acerca de lo que la Argentina estaba protagonizando.
Yo estaba por llegar a esta Argentina convulsionada. Faltaban días. Nací bajo el signo del Onganiato. Feo eso. Pero no es mala mía esta vez. Llegué el 8 de octubre. Mi nacimiento estaba previsto para el día anterior y madre –híper gorila por esos tiempos. Néstor Kirchner le curó esa enfermedad porque la cautivó desde el mismísimo día en que se candidateó y la posibilidad de jubilarse sellaron a fuego su confianza en el proyecto político pingüino- hizo todo lo posible para que su esperada hija no compartiera fecha de onomástico con “un general de la Nación”, como ella y familia antiperonista llamaban a Juan Domingo Perón.
Nací en Capital Federal pero tenía menos de un año cuando mi morada, la misma que vio transcurrir mi infancia, pasó a ser Ezeiza, más precisamente el Barrio Evita, ese que, visto desde el aire, en una guía Filcar o a través del Google earth ahora, conforma el perfil de Eva Perón con su infaltable rodete. Esas veredas y los chalecitos símil californianos con jardín y árboles altos, con veredas llenas de pibes, con el potrero a dos cuadras de casa y enfrente de mi escuela primaria, con mis amiguitas cerca, muy cerca, se tatuaron para siempre en el arcón de los recuerdos más hermosos de mi vida.
Yo no sabía en ese momento –lo conocería mucho tiempo después y de boca de uno de los artistas que mejor y más conoce del peronismo- que ese barrio había sido inicialmente pensado para que se construyeran en él los prototípicos hogares obreros, pero que fue la propia Eva Perón quien se plantó para que allí hubiese chalecitos con techo a dos aguas, tejas rojas, ventanas con postigos de madera, jardín y verja. Porque los trabajadores no tienen por qué vivir en lugares uniformados por ese estilo de construcción medio stalinista que pinta todo de gris para que aguante el color, parece que indicó.
En aquella casa, en el living de aquella casa, decidí y le comuniqué a mi mamá que quería ser periodista: tenía 4 y uno de mis juegos preferidos era dividirme en dos y ser la reportera que pregunta y la presidenta que responde. Era mitad Mónica Cahen D´Anvers, mitad María Estela Martínez de Perón. Mi madre no paraba de horrorizarse. Había nacido un 8 de octubre, vivíamos en el barrio Evita y su hija había quedado absolutamente conmocionada (y transformaba en juego a su conmoción) por las imágenes televisivas del día del fallecimiento del entonces presidente Juan Domingo Perón, el 1 de julio de 1974. Ese día no hubo escuela ni dibujitos, ni El Zorro. Algo muy importante debía haber pasado para que me cambiasen con tanta brutalidad mi rutina.
“Ningún argentino de más de treinta años puede vivir el peronismo sino como un drama: peronistas y no peronistas, envueltos en ese drama”, escribe Walsh en esos papeles personales también en 1969, pero en diciembre.
Se ve que los astros insistían en alinearse para que la tragedia me persiguiera, a mí, a los de más de más de treinta en 1969, a las de más de 4 en 1974 y a algunos jóvenes de ahora también. Esos a quienes se escucha corear que: “Ya de bebé… en mi casa había una foto de Perón en la cocina”; que no tienen dudas que seguirán “la doctrina peronista y la bandera de Eva Perón de la cuna hasta la tumba”. Todo eso mezclado en los cánticos con la solicitud de mantenerse “Unidos y Organizados junto a Néstor y Cristina”, con rechazos al ALCA y al FMI, a “todos los gorilas y al monopolio Clarín”.
Pura identidad, pura ratificación, como todo cantito para la arenga. Pero me atrevo a afirmar que parte de lo que cantan no es ciento por ciento cierto, que muchos de ellos ni provienen de hogares peronistas, ni tenían imágenes del líder o de Eva en sus hogares paternos y hasta apuesto que aprendieron la letra de la marcha hace más bien poco.
Pero ahí, en si ese relato es un calco o no de sus realidades individuales, no reside la importancia del fenómeno. El nudo está en que ya no corre aquel tan noventoso “te quedaste en el 45” que hacía las veces de insulto socarrón por parte de quienes habían caído a los pies del uno a uno. Cada vez que se acerca un 17 de octubre recuerdo haber recibido en varias oportunidades durante la segunda década infame ese cínico gesto burlón. Y que hoy una parte importante de la generación actual se reivindique, con orgullo y son vergüenza, peronista es porque otros aires soplan fuerte.
Otros pibes, que ni vivieron el 45 y vaya uno a saber si había alguna imagen sacralizada y vuelta estampita en sus casa de niños, soñaron un programa de radio allá por el 2009. “Parqué para el asado” le pusieron provocativamente. Ya se nota que el asco al peronismo de los jóvenes de los noventa estaba empezando a irse.
En aquel Barrio Evita hubo de eso: de eso de prender fuego el piso de parqué de los chalecitos californianos. ¿Porque los que vivían ahí eran un ejército de negros de mierda, peronistas e ignorantes incapaces de comprender lo que significa transitar una vivienda de pisos de madera? No. Esa explicación sólo les puede cerrar a los necios, ignorantes, a los poderosos o a los gorilas. El pueblo tiene explicaciones –gusten o no- para hacer lo que hace. Así que no tan fácilmente se puede sacar tarjeta roja.
Yo no recuerdo haber visto la escena en aquella infancia, mientras corría por las veredas al tiempo que paseaba con mis amiguitos por entre los ojos, la nariz y el rodete de alguien a quien yo no sabía llamaban jefa espiritual de la Nación.
Le escuché el relato por primera vez a Daniel Santoro durante el complicado 2008 de la acechanza campera por la 125. Hablaba el artista del Barrio Evita y le comenté que de niña había vivido allí. Un recuerdo, se ve, le cruzó la mente y contó que a él, Doña Gioconda, una vieja inmigrante procedente de la Italia en guerra que se había instalado en aquel barrio, le había mostrado orgullosa su casa completamente reformada y con los pisos ya no de madera sino brillantes por el mosaico recién desinfectado. “Esto es mucho más limpio. La madera junta bichos. Yo lo sé desde chica. Así que con mi marido cambiamos todo”, le explicó Doña Gioconda. “¿Y con el parqué, qué hicieron?”, le preguntó Santoro conociendo de antemano la respuesta: “Fuego, ¿qué otra cosa íbamos a hacer?”.
En mi casa no habíamos levantado el piso, pero me pareció excepcional saber ya de adulta que había convivido a cuadras, apenas, del mito, del acontecimiento vuelto burla y desprecio por la gorilada que, ante todo, no se preocupa por comprender.
Mis años de niña volvieron inmediatamente a mi mente la primera vez que pisé Tecnópolis: era inevitable viajar en el tiempo, a la ciudad de La Plata, y pensar que este mega parque sería a los chiquitos de hoy lo que la Ciudad de los niños fue para varias de nuestras generaciones.
En la entrada de aquella primera versión habían ubicado una copia del Pulqui, ese avión que fuera orgullo argentino por su inherente implicancia de que nuestro país estaba a la altura de lo último en tecnología. Los más viejos se detenían nostálgicos a contemplarlos. Los más chicos abrían los ojos con incrédulo asombro cuando un mayor les contaba que sí, que Argentina en algún momento había tenido la capacidad de fabricar aviones.
Hace nada más que 48 horas -a 24 del día más caro a la identidad peronista- este 16 de octubre, Argentina puso en el espacio un satélite comunicacional geoestacionario, el ARSAT1. El sueño de un par de delirantes se hizo. Uno brilla desde el más allá y lo pensó siendo presidente en un país apenas estaba en condiciones de anhelar la polenta. El otro es a quien los medios más poderosos le han puesto el traje del más malo entre los malos. Lo odian, sencillamente porque los enfrentó. Se llama Guillermo Moreno y él era Secretario de Comunicaciones cuando recibió la orden por parte de Néstor Kirchner y de Julio De Vido, vía decreto 955 de 2005, para cuidar como fuere la órbita que se quería quedar Gran Bretaña y que Argentina estaba a punto de perder por el desastre privatizador que se había hecho, también, en la estratósfera.
Hoy el ARSAT anda ajustando posición y cuando esté a punto servirá para que los sitios que para los privados no son rentables tengan también posibilidades de comunicación, para que cientos de escuelas tengan telefonía y TV satelital, para que, con suerte, podamos mantener una comunicación vía teléfono celular sin estar obligados a hacer la parabólica humana y para que Argentina pueda exportar este tipo de tecnología. Porque por primera vez, nuestro país fabrica, construye pone a punto, realiza las maniobras de viaje, establece la posición orbital y realiza la operatoria completa de un satélite. Pero esa “heladera” -como lo llamó un mediocre- en el espacio servirá sobre todo, para levantar aún más la cabeza, caminar más erguido, sentir la autoestima mimada y creernos con más fuerza que codo a codo la cosa puede ser posible.
Yo ya no tengo 4. No vivo más en el Barrio Evita y mi mamá no es más gorila. He leído y estudiado profundamente a Walsh y mi raciocinio comprende a qué se refería con aquello de la tragedia y con lo del nacionalismo colonial. Entiendo las zonas grises y complejas de la política –trato por lo menos- y sé de qué hablan cuando se refieren a soberanía satelital. Pero no fue eso lo que me puso la piel gallina cuando miraba la transmisión del lanzamiento. Lo que me dio cabal idea de qué cosa estaba pasando en nuestra patria fueron las palabras de mi hija. Ella acaba de cumplir 4 y mientras mirábamos la tele me gatillaba una pregunta tras otra. Todas de un calibre que ni el CEO del INVAP podría responder. En un momento se quedó en silencio. Estaba pensativa. Hasta que abrió sus ojos inmensos y convencida me dijo: “¡Má, es como Buzz Lightyear. El satélite está yendo al infinito!”. “Si, hijita”, le dije entre lágrimas, “estamos todos yendo al infinito, al infinito y más allá”.