Mauricio posteó en Facebook que elegía a Horacio porque confiaba en él ya que desde hace siete años habían estado juntos en los momentos difíciles, al pie del cañón. Escribió que tenía por Gabriela un enorme afecto, que la quería mucho, pero sentía que tenía que expresarse así. Satisfecho y con su sonrisa incrustada, Horacio dijo que en el equipo de Mauricio habían atravesado situaciones lindas y otras duras. Entre lágrimas y balbuceos diversos, Gabriela manifestó no poder ocultar su tristeza porque ella se había recontrabancado las crisis. Que esto era injusto, y ahí nomás le dijo a Horacio que no se agarraran de Mauricio, que quedaran solitos en la cancha, sin mamá ni papá, y jugaran los dos. Un director técnico tiene una decisión difícil –razonó Pato-: que a la cancha entren los mejores, y el mejor es Horacio. Entonces Federico, apelando a la templanza, dijo que todos formamos un mismo equipo, que sólo es una cuestión de estilos, que no es una cosa dramática, ni derrotas, ni nada.

Si alguien supone que es la discusión resultante de la elección del mejor compañero de quinto año o del capitán del equipo de vóley, se equivoca aunque razone bien (aclaramos que las frases del párrafo anterior son textuales). Es el modo en que Propuesta Republicana –la fuerza política que gobierna desde hace dos mandatos el distrito más rico e influyente del país- dirime su interna por la sucesión a la jefatura de gobierno de la ciudad de Buenos Aires.

La elección de esta retórica -sus intensidades afectivas, sus emocionadas lágrimas para la pantalla, su jerga adolescente y la total ausencia de discusión política- decide el modo en que el PRO interviene en la escena pública. Que este estilo no está librado a la espontánea dotación intelectual de los dirigentes sino calculado, lo comprueba cualquiera que haya escuchado los consejos de quien gerencia la comunicación del PRO, el publicista de origen ecuatoriano Jaime Rolando Durán Barba. Según su academia, “antes la política se hacía con palabras que comunicaban ideas. Y hoy, cada vez más, se hace con imágenes que comunican sentimientos”, de modo que aggionarse en materia de comunicación política implicaría reconocer que “la relación del elector con el candidato está plagada de emociones y es cada menos racional”. No se vota con la cabeza -aseguró. Sólo imágenes, entonces: todo es imagen. ¿Y qué imágenes? Macri, en una entrevista al diario Perfil de septiembre de 2013, lo precisa: “…las personas tenemos una parte lúdica, una parte frívola. Algunos la ocultan más, otros la expresan mucho más. Querer erradicar eso de la política es querer transformarla en algo tedioso. Entonces, intentamos que en la política se exprese eso también. Por eso nuestra forma de reunirnos, de hacer nuestros actos, de festejar nuestros resultados electorales…”.

Pero no sólo tenemos que decir que no se erradica lo frívolo, sino que se exacerba provocativamente hipostasiándolo como novedad política: globos, fiesta, promoción de un Tinelli como personalidad ilustre de la cultura o de un cómico como Miguel del Sel, que hace de su inopia política un mérito para su candidatura a la gobernación santafesina (“el que no estudia va a terminar como yo” –dice, entre risas, en su último spot de campaña). No aburramos con añejas discusiones ideológicas. Lo nuevo se presenta en una secuencia de imágenes livianas y coloridas, con sonrisas de buena fe y un flirteo con las palabras (“La ciudad nos une”, “Juntos venimos bien”, “Va a estar bueno Buenos Aires”) que no permite ni siquiera disentir.

Esta confianza ciega en el poder de las imágenes (“la gente vota imágenes”) es éticamente criticable por la subestimación que implica: supone a un sujeto que, a la hora de juzgar, queda reducido a una mirada, sin poder saber nada más que lo que ésta le brinda en un efímero presente. Pero además es falaz: las imágenes para el ser humano no tienen un funcionamiento totalmente autónomo de cualquier otra referencia –no son meros señuelos. Para que una imagen no sea una cáscara vacía tiene que enlazarse de un modo consistente a los trazos reales de una práctica, ser la condensación coherente de un momento de la historia de alguien o de un pueblo, transmitir –compendiada en un ícono- una marca identitaria. Un ejemplo: si la sola imagen del pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo puede conmover, lo debe a su lazo consecuente con luchas y memorias colectivas, con la inscripción de los nombres de los hijos desaparecidos, con un deseo de justicia ante un desgarramiento de la condición humana. La imagen del pañuelo no puede ser sustituida por cualquier otra que sea atractiva por su buena forma. Como se ve, no estamos aborreciendo el valor político de las imágenes ni pregonamos que una campaña electoral deba ser un debate científico de doctrinas.

¿Qué ocurre con las imágenes que promueve el PRO? Que necesitan de un constante apuntalamiento –el férreo cerco de los poderosos conglomerados mediáticos argentinos- para que no se desmoronen en cuanto se cotejen con las definiciones políticas y con las prácticas públicas reales del partido de Macri. Esas imágenes que surfean en la superficialidad de globos y sonrisas, esos entretelones frívolos de púberes que se consideran eximidos de debates políticos, ese discurso que no aspira a mayor precisión conceptual que la apelación general a “administrar pensando en la gente”, tienen su eficacia en tanto logren un funcionamiento aislado; se descascaran en cuanto se ligan a las reales intervenciones del macrismo en los asuntos de la ciudad o sus proyecciones en la Nación.

Es el enorme desgarro que se produce cuando enlazamos las expansivas sonrisas de los dirigentes PRO, abrazados en vaporosas cordialidades y vocablos afables, con sus decisiones a la hora de dirimir conflictos sociales. Dichas imágenes amarillas que enmarcarían la era de los consensos pacíficos caen como cartones de utilería cuando las emplazamos entre las brutales irrupciones de la UCEP. –recuérdese: el organismo de Control del Espacio Público creado por Macri-, una pandilla de violentos que desalojaban por la fuerza a sujetos en situación de calle mientras destruían sus pertenencias; o cuando las cotejamos con la furia de la Policía Metropolitana desterrando a sangre y fuego a los ocupantes  de los talleres del hospital Borda o el Parque Indoamericano (donde Mauricio Macri no vio sino la presencia de una “inmigración descontrolada que llega de la mano del narcotráfico y la delincuencia”). Es chocante que al mismo tiempo que el jefe de gobierno repita, como una invocación ritual, que “el futuro no pasa por la agresión y el rencor”, haya propuesto encarcelar a las personas que limpian los vidrios de los autos en los semáforos (“¿qué quiere? ¿Que los matemos?” –defendió la medida ante una aislada y tímida crítica periodística) o dotar a los agentes de la Metropolitana con pistolas de descarga eléctrica calificadas como elementos de tortura por Naciones Unidas y Amnistía Internacional. Cualquiera que confronte las postales amarillas del respeto institucional, con los cientos de leyes vetadas por el jefe de gobierno, percibe su resonante hueco, y lo mismo le pasa a las imágenes de rebuena onda de dirigentes PRO y vecinos, cuando uno las pone a renglón seguido con la política de derechos humanos que se deduce de gestos y decisiones del macrismo (considerar, como Cecilia Pando, que en los juicios de lesa humanidad hay “revanchismo”, prometer que en su gobierno se acabarán los “curros de los derechos humanos”, desfinanciar el Parque de la Memoria emplazado en su distrito o vetar subsidios a Teatro por la Identidad o a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos). Pero quizá la zona más atroz disimulada por las bambalinas amarillas que cubren la caja escénica del macrismo, sean sus decisiones económicas. Cuando el PRO se hizo cargo del gobierno a fines de 2007, la Ciudad tenía un pasivo público de U$S 458,1 millones; hoy esa cifra asciende a U$S 2.138 millones; es decir, cuadriplicó la deuda pública. Del mismo modo aumentó la deuda en comparación con el Producto Bruto geográfico (del 1,22% al 9% en la actualidad). En la mejor tradición neoliberal, ese endeudamiento no financió grandes obras de infraestructura, sino gasto corriente y servicios de deuda. A la par, un colosal aumento de tarifas (más del 300 % en el Subte, 1500 % en el impuesto al Alumbrado, Barrido y Limpieza, más del 500 % en los Ingresos Brutos, entre otros) perjudicó –por su carácter regresivo- a los sectores ligados al trabajo y al consumo, resguardando, en cambio, a poderosas corporaciones internacionales, como la exenciones impositivas otorgadas por el subsecretario de Inversiones porteño (y ex agente del banco HSBC) a la empresa Iron Mountain, cuyo reciente incendio terminó con la vida de diez bomberos y con la documentación allí almacenada de muchas empresas sospechadas de lavar activos financieros. Aquí es donde comprendemos, por fin, el verdadero sentido de la proclama “el Estado debe estar al servicio de la gente” –con la que Macri abrió las sesiones legislativas este año. La famosa “gente” es la que cabe en un círculo rojo. Por eso, no extraña su visible apego a ciertas decisiones judiciales (“lo que diga el juez Griesa hay que cumplirlo”, dijo a los apurones, en otra postal amarilla de respeto institucional), mientras, detrás de escena, tramoyistas financieros y fondos buitre, dejarían al país frente a reclamos por montos que superarían 16 veces las reservas del Banco Central.

Es el momento en que los globos explotan.

Es el momento en que el duro rostro de la vieja derecha asoma en el proscenio y las imágenes que suceden son las del estallido social.

No hay drama, decía Federico. Pero díganos, Pinedo: tragedia tampoco, no?