Vi la definición de la Copa Argentina con mi hijo de 4 años a upa. No vio mis lágrimas cuando Marcos Díaz -según él "un arquerazo, te lo dije Pa' que se iba a atajar chiquicien penales"-, se quedó con la última pelota.

Mi hijo Guiye simpatiza por Huracán desde la vez que le dije que mi abuela tenía un puesto de pollos y huevos en la feria de la estación Sáez, cerca de la cancha.

Anoche le conté también que mi emoción era porque mis primos son de Huracán y me ponía contento por ellos. Guiye dijo que quería conocerlos y cuando preguntó si era lindo Parque Patricios me tuve que morder los labios.

¡Uf! Hay que respirar hondo para que los recuerdos no se me agolpen en los ojos como lágrimas. Parque Patricios y Huracán son mi abuela.

Es la calle Grito de Asencio cortada en año nuevo, todos los 31 de mi infancia de vitel toné y cerdo frío. Mi primo Fabián, el grande (cuando alguien grande tenía veintipico), el de la camioneta impecable metida de cola en el galpón de la empresa de camiones. Aquella chata hecha a nueva y lustrada, tenía un motor que ronroneaba con tanta elegancia... nunca volví a escuchar putear a un motor así, así de claro.

Su hermana Andrea, tan parecida a las fotos de mi vieja de joven, con unos ojazos claros y sonrientes, hermosa para mi mirada de niño.

Patricios es mi prima Maricel, la de mi edad, bailando con amigas en su cumpleaños de 15 con una camiseta del Globo en el aire. Mi primito Martín con una corbata con el escudo y mi tío Beto, bailarín grotesco esa noche, o preocupado en la punta de la mesa, o exultante en el Palacio Ducó, más acá en el tiempo, cuando me lo cruzaba cada vez que me tocaba relatar para la radio un partido del Globo. Mi tío Beto, el dirigente de la Quemita que siempre quiso que yo de chico me fuera a probar al Globo.

El Parque de los Patricios de mi infancia, el de más acá y el de ahora. Avenida Cobo, la sede, el banco donde acompañaba a mi abuela a cobrar su jubilación, la iglesia, la elegancia ruinosa de puente Uriburu, las vías de un tren que casi nunca saludé a su paso.

La feria, la quema, el Palacio, sus pasillos, sus tribunas, sus cabinas, sus vestuarios.

La penumbra a la hora de la siesta de la casa de mis tíos Titín y Coca, la inmensidad del caserón de la Negra y Antonio. El bastón de mi viejo tío Raúl -¿cómo se llamaba el bastón?-, el capricho de comprarse un coche viejo descapotable de otro tío-primo... y mi abuela, mi abuela.

Huracán es charla de grandes hablando del equipo del Flaco del 73', de Brindisi, Avallay, Carrascosa y Babington. Pero sobre todo del Loco Houseman. El Globo campeón 41 años después es el Pipi Vattimos bailando con el Palomo Uzuriaga y comiéndose cuatro en Avellaneda.

Huracán campeón también es Cappa insultando, Pastore, Goltz y el Maestrico González aguantando la parada en Rosario y yo en una cabina de transmisión, comentando aquel triunfo ante las miradas canallas asesinas del otro lado del vidrio.

El Globo es Brazenas con cara de culpa, la desazón y los plateístas enardecidos de Vélez, celebrando y burlándose tras un triunfo que burló toda justicia. Huracán es las ganas de todos los demás hinchas de que aquella vez ganara el fútbol.

El Quemero es el 'Turco' Mohamed, con las manos en los bolsillos, el pañuelo en el cuelo y el habano de lado. Su fidelidad, su cara dibujada en una pared del barrio.

Huracán campeón, otra vez, es eso: su hinchada en la popular visitante de la cancha de River cantando "Somos del barrio del barrio de la Quema, somos del barrio del Ringo Bonavena". Siempre tuve la sensación de que como yo, varios en el Monumental tenían ganas de aplaudir, aún sin saber a mis 14 o 15 años quién era el boxeador que tuvo en jaque a Alí.

El departamento de la avenida Almafuerte, frente al parque, fue la casa donde dicen aprendí a caminar, pero la recuerdo más acá, como el estudio contable de mi viejo donde iba una vez por mes después de la escuela o de más grande a laburar.

Desde aquel tercer piso sobre Almafuerte mi vieja me contó que cuando Argentina salió campeón del mundo en el 78' mi abuelo José, del que siempre me dijeron que soy un calco por su forma de ser, me tenía alzado con apenas seis meses y lloraba de la emoción.

De ese viejo llorón del que heredé la mirada y tal vez el humor y los gestos -aunque no lo recuerde la memoria de mis ojos-, me debe venir esta mariconada de llorar porque el Guiye, mi hijo, grita los goles de Huracán, como si fuera él quien hubiera nacido en Parque Patricios.

Los colores de los trajes, el estandarte y los bombos de Pasión Quemera en cualquier corso. Caminar avenida Colonia hacia abajo como si volviera a casa. Los Redondos presentando Lobo Suelto/Cordero Atado...

No necesito ciencia que me asegure que en mi hijo sigue viviendo el niño que fui, trepado a camiones en galpones grasosos e inmensos de perros atados al fondo. Un pendejo tirando petardos en la calle cortada en años nuevos que nunca olvido y extraño. Un chico más preocupado por los juegos con sus primos que por el vitel toné, el chancho y la pavita. El niño ofuscado de estar encorsetado en pilchas de fiestas, maldiciendo adultos que se quejan de sus rodillas negras.

Yo también me ponía contento cuando ganaba Huracán. Y será por eso que...